ZOUK MAGAZINE (Versión en Español) NÚMERO 4 | Page 53
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bién llegó la plaga bíblica de las gambas ultracongeladas. Todos nuestros años de
aprendizaje en el chupeteo, que según la ley de la vida tendrían que encontrar en
ese momento la iniciación, se vieron de repente inservibles delante tan espantosa
colección de cadáveres disecados en ordenados sarcófagos de cartón. Eso no era lo
que nos habían prometido. El ritmo de la Historia nos imponía una prórroga que
sobrellevamos con encomiable entereza a base de volldams e ilusiones desmedidas,
mientras esperábamos que se cumpliera la terrible profecía de que viviríamos mucho peor que nuestros padres, gente disoluta y de mal vivir.
Y advino nuestra década prodigiosa, con los paisajes aderezados con piscinas
municipales faraónicas y porsches cayennes, pero también con el acceso a la
alta gastronomía. Y ahí empiezan mis tributos. Porque hay cosas que, aunque ahora en esta actualidad reaccionaria de vermuts, croquetas y patatas
bravas suene raro y contracultural, la tradición no enseña. Tuvieron que
venir los genios del fuego, los estudiosos y los creativos en constante
tela de juicio a meternos las gambas por los ojos y por las tráqueas. No
me duelen prendas en rendir homenaje a Hideki Matsuhisa cuando
hacía deslizar las jugosas gambas de Vilanova sobre la salsa de soja;
a Quique Dacosta calculando con precisión los 63º que la gamba
de Dénia necesita para que no se coagule, envolviéndola en celofana y sirviéndola con su te de acelgas; a Joan Roca mimando las de
Palamós; a Jeroni Castell que se sube los bichos de Vinaròs o de la
Ràpita y los nitrogena hasta convertirlos en un snack. No sé, algo
les debo más allá de pagar las facturas y aguantar su dudosa retórica.
Pero los dosmiles pasaron, no nos engañemos más, por favor.
Las vanguardias nos iluminan mientras son vanguardias y cuando se repiten hasta la saciedad tornan en parodia. ¿Qué nos queda?
Nos queda la técnica que aprendimos de niños y la escasez y tontería que vivimos de jóvenes. Nos queda la ciencia y el recuerdo de la
opulencia de unos años que ya no volverán. Y todo eso es un crisol
que hay que llenarlo a partir de ahora, sorbiendo gambas, claro está.
Y aquí viene mi último recuerdo y tributo: va para David Casadellà que,
el ya tristemente lejano agosto, bajó no sé si a L’Estartit o Palamós —qué más
da— para ponernos en el plato unas gambas que sabían diferente. No sabré nunca si eran mejores que las precedentes y seguramente estaban peor cocinadas, pero machacando la queratina entre los premolares, les juro que lo que de allí salía sabía a amistad, a cante
jondo y a un futuro que relucía esplendoroso y que, por una
vez, no me molestó, igual porqué entendí que todas mis gambas me habían llevado hasta ahí.