ZOUK MAGAZINE (Versión en Español) NÚMERO 1 | Page 93

93 isla de Java. En Francia, en el año 1669, el embajador otomano, Soliman Aga, deslumbra a la aristocracia de Luis XIV al hacerles probar nuevos sabores, entre ellos, el del café que de inmediato se pone de moda a pesar de que Molière se burlara de él, la duquesa de Orléans dijera que le recordaba al aliento del arzobispo de París, su peor enemigo, y que Saint-Simon escribiera que era una bebida “solo apta para la escoria del pueblo”. El éxito del café, que empieza a ser cultivado por doquier allí donde las condiciones climáticas son favorables, lleva asociado un nuevo problema que lo marcará de por vida. Cuando la población local no es suficiente para la mano de obra que necesita su producción, se recurre a la mano de obra esclava procedente del África negra. Bernardin de Saint-Pierre escribió que “lo que nos proporciona placer está humedecido con nuestras lágrimas. No sé si el café y el azúcar son necesarios para el bienestar de Europa, pero sí sé que estos dos cultivos han sido la desgracia de dos partes del mundo. Hemos despoblado América latina para tener tierras donde cultivarlos y hemos despoblado África para tener gente que los cultive”. Gabriel de Clieu consiguió a mediados del XVIII transportar una planta a la isla de Martinica, que el alcalde de Amsterdam había ofrecido a Francia en 1714, después de un arduo y difícil viaje a bordo de Le Dromedaire. Y de esa planta nacieron la gran mayoría de las plantaciones de café de las Antillas. El año 1727 un gran terremoto y su consiguiente tsunami estremecieron Martinica y Guadalupe. Las plantaciones de cacao sucumbieron, pero no las de café. Medio siglo después, en Martinica había 19 millones de plantas de café y de allí se extendieron por Brasil, Jamaica, Venezuela, Cuba, Filipinas, México, África e India y hasta ¡Tonkin! El café era ya un cultivo global. El desarraigo cultural del café La palabra café tiene, como dice el propio Sans, “un problema semántico. Designa al fruto de la planta, a sus semillas crudas, verdes, una vez extraídas, a las mismas semillas una vez tostadas, a las que una vez molidas se las sigue llamando café. Además la bebida resultante es un café y, finalmente, hasta el establecimiento donde se toma, también se le llama café. Eso no juega a su favor”. Según Salvador Sans en nuestro ámbito cultural “en un restaurante te traen ‘nuestro pan’ y para acompañarlo ‘nuestro aceite’, pero cuando llega el momento del café, el café ya no es ‘nuestro’ café, como si ya no tuvieran ninguna responsabilidad, ya no forma parte de su universo gastronómico o culinario. Eso sí, cuando traen los petit-fours, vuelven a ser ‘nuestros’”. Parece ser que en el fondo, no nos importa ni el café que tomamos ni cómo lo preparamos. “No en todas las escuelas de gastronomía y hostelería, incluso en las más prestigiosas, se da formación de café y te”. Para el propietario de Cafés El Magnífico está claro que si un futuro HEMOS DESPOBLADO AMÉRICA LATINA PARA TENER TIERRAS, Y HEMOS DESPOBLADO ÁFRICA PARA TENER GENTE QUE CULTIVE profesional de la hostelería recibe una formación tan pobre sobre el café “después no tendrá criterio elegir un buen proveedor y lo hará por precio o elegirá aquel proveedor que le regale la cafetera o, sea, por puro interés comercial, no por calidad y sabor”. Los pasos para preparar una buena taza de café en un bar o un restaurante, tampoco son tan difíciles, explica Sans. Imaginemos que el propietario tiene criterio y ha elegido un buen café, con un perfil determinado. Lo siguiente es hacer una buena elección de la maquinaria con la que convertir el café en una bebida. Antes que nada el molinillo, que es una máquina que hace una cosa importantísima, como desmenuzar o triturar un grano de café en más de mil partículas que han de ser algunas más finas y otras más gruesas. “Mejor gastarse el dinero en un