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EL ODIO MATA AL ODIO Vick Medina Al despertar una mañana de domingo, me encontré con la muerte. El cadáver de Aleida Sifuentes se hallaba junto a mí. Charcos de sangre manchaban la cama y todo mi cuerpo. La Luger yacía en el suelo. El escozor de la resaca me apuñalaba en la cabeza. ¿Qué había sucedido?, no recordaba nada, era como si mi mente hubiera tirado el recuerdo de la noche anterior al abismo del océano. Observé la escena. La muerte de Aleida fue desencadenada por los disparos de la Luger, un  arma que me pertenecía desde bastante tiempo atrás, sin embargo, me sentía ajeno al deceso. Un presentimiento me decía que yo no era el asesino.         Surgieron un sinnúmero de interrogantes, ¿quién era el causante de la muerte de Aleida?, o ¿Qué hacía ella en mi casa?          El miedo me aprisionó con fuerza. Pensé en la gente que podría buscar a la muerta, pensé en la policía. Podían culparme. Debía actuar con celeridad y recordar lo acontecido.         Preparé un whisky cargado. Fui a sentarme al sofá. El olor a cigarrillos y alcohol se confundía en el ambiente. En la mesa de centro se encontraban  dos vasos con residuos de vodka,  seguramente sorbimos el vodka antes de subir al cuarto, pero  ¿qué era lo último que recordaba? Luego de unos minutos, comenzaron a aparecer imágenes del día anterior, en ellas me encontraba en el Tempestad. Bebía whisky.  Miguel Sepúlveda y su novia también bebían. Lucíamos alegres. Después recuerdo bailar y conversar con Aleida. Ahí se rompe la remembranza. Mi memoria se había convertido en una cinta cinematográfica con escenas faltantes, con doce horas vacías.         Existían otros indicios. Por ejemplo en mi miembro quedaban residuos de un empalme sexual. ¿Había tenido sexo con Aleida?, la poca ropa que ella portaba también lo sugería. Inspeccioné la casa en búsqueda de algún otro vestigio. No encontré nada. Todo se ubicaba igual, en su sitio cotidiano.         Necesitaba respuestas. Me duché, me cambié de ropa. Cubrí el cadáver con una manta. Cerré todas las ventanas y las puertas. El cuerpo no demoraría en descomponerse. Quería ganar tiempo, antes de que el olor incitara las sospechas de los vecinos.        Al salir, el sol se manifestaba de forma vigorosa. Sus rayos irradiaban un calor asfixiante. Me dirigí a casa de Sepúlveda, con seguridad él recordaría otro trozo de los hechos. El miedo me aprisionó de nuevo. En cada una de las personas que topaba creía ver un gendarme encubierto. Imaginé que alguno de esos supuestos policías me cuestionaba la muerte de Aleida, también figuré mi arresto. En ese momento advertí la carencia de una  historia-cuartada, es decir, una narración en donde saliera indemne del crimen. ¿Por qué necesitaba una historia?, ese razonamiento era el de un asesino. ¿Acaso yo había matado a Sifuentes?          Después de varios timbrazos, Miguel abrió la puerta y me miró con fastidio. Su semblante exhibía rastros de somnolencia.          —¿Qué te trae tan temprano por aquí?  —dijo mientras se tumbaba en el sofá.          —Necesito un favor  —dije en un tono muy serio, como no obtuve respuesta, continué—, quiero que me cuentes todo lo que pasó ayer. No recuerdo nada.          Mi amigo me lanzó una mirada llena de confusión:          —¿A poco no te acuerdas? Te he visto tomar como un marinero y siempre recuerdas todo.         —Estuve con Aleida, ¿verdad? De hecho ella es el problema  —acoté con un ligero dejo de desesperación. Vick Medina Torreón, Coahuila (1993). Estudió la licenciatura en comunicación en la Universidad Autónoma del Noreste. Ha publicado artículos y reseñas literarias en el periódico Entretodos. Asistió al taller literario de Saúl Rosales impartido en el teatro Isauro Martínez y al taller de narrativa de Alfredo Loera.  Actualmente asiste al taller literario del teatro Nazas Yo es otro del poeta Julio Cesar Félix. Dedica su tiempo a escribir y es maestro de nivel medio superior.