César fue, pues, dueño absoluto de la república romana y del mundo
mediterráneo. Se había cumplido el sueño de su juventud: la totalidad del poder, dentro del marco legal de la república. César era
imperator y dictador. Como tal, volvió a ejercer su típica clemencia
con sus enemigos; no olvidó su política agraria y de asentamiento de
colonos; aumentó el número de fiestas populares, aunque cuidándose
de no incurrir en gastos ruinosos para el Estado; dispuso normativas
económicas y financieras que protegían a los menos fuertes, trató de
morigerar el lujo de los poderosos y limitó los gastos en banquetes;
diseñó profundas transformaciones políticas, dictó leyes que ampliaban la ciudadanía romana a capas más vastas de la población,
y comenzó a pensar en un mundo distinto al hasta entonces conocido
dentro de los límites de la ciudad romana.
César estaba convencido de que, para mantener el dominio en Oriente y poder llevar a cabo con éxito la expedición final contra los partos (la única amenaza para el imperio), necesitaba ser rey absoluto
fuera de los confines territoriales de Roma. Y éste fue el detonante.
Unos sesenta miembros de familias importantes, casi todos senadores, se conjuraron para eliminar a César y restaurar la legitimidad y
legalidad de la república, temerosos de que la abrumadora acumulación de cargos y privilegios que recaían en su persona terminase por
darle la puntilla a la desvencijada República y César se proclamase
a sí mismo rey.
De hecho, algunos comentaristas ponen en su boca estas jactanciosas y desafiantes palabras: “La República no es nada, es sólo un
nombre sin cuerpo ni figura”. Pero para muchos de ellos fue sin duda
un pretexto que disimulaba sórdidos resentimientos y apetitos. Dirigían la conjura Casio, Bruto y Casca. Bruto era hijo de Servilia, la
más famosa de las amantes de César, y el propio Julio César lo había acogido como hijo adoptivo y colmado de honores. Casio había
luchado junto a César siempre en busca de botín, por lo que no fue
difícil comprarlo. Casca, por último, era un tradicional enemigo de
Julio César. Probablemente, otros conjurados no tenían otro objetivo
que el de eliminar al dictador y se comprometieron, como impuso
Bruto, a respetar a su lugarteniente Marco Antonio.
César concurrió al Senado el día 15 (los idus de marzo) a la sesión
que discutiría la expedición contra los partos. Fue al Senado a pesar
de los ruegos de Calpurnia en el sentido de que no lo hiciera, ya que
durante la noche había tenido sueños premonitorios. Alguien retuvo
a Marco Antonio en la antesala del Senado. Cuando César se hubo
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