Virgilio Piñera al borde de la ficción (La Habana: Editorial UH / Letras Cubanas, 2015) | Page 46
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más sus ondas, alcanzara, como se dice, las fibras más sensibles de
sus lectores, esas que ya no son puramente poéticas o intelectuales,
sino humanas. Con semejante prueba ganábamos para nuestra poesía
ese «nuevo estremecimiento» que Ballagas, en poemas subsiguientes,
enriqueció más todavía. Y es así que para 1939 (año de la publicación
de Sabor eterno) ya Ballagas es un poeta «distinto» entre nuestros
poetas: acaso estos sean más perfectos, más modernos, más «intelectuales», pero Emilio les llevaba la ventaja de haberse quemado, de
haber atravesado de extremo a extremo ese infierno privado que un
alma en la tierra suele, en muchas ocasiones, fabricarse. Y, como decía,
ese infierno era el resultado del sufrimiento. Y era también un precio
elevado que se pagaba. ¿Quién no recuerda los versos de Baudelaire en
«Bénédiction»: «—¡Soyez bèni, mon Dieu, qui donnez la souffrance /
Comme un divin remède à nos impuretés / Et comme la meilleure et
la plus pure essence / Qui prépare les forts aux saintes voluptés!»?3
Ahora bien, Ballagas, instaurando este frisson nouveau en nuestra
poesía, se iba haciendo, por efecto del mismo, ese pequeño gran poeta
que al principio de esta nota hube de señalar. ¿Y por qué «pequeño gran
poeta»? Aquí, una vez más, la muerte nos juega su mala pasada. Es sabido que en varias ocasiones, cuando esperábamos mucho de algunos de
nuestros mejores poetas, la muerte ha venido a interponerse: la muerte
se llevó (no hay otra expresión, a pesar de su brutalidad) a Casal, a Martí,
a Martínez Villena, a René López, a Zenea, a uno de los hermanos
Uhrbach. Aparte de la pérdida irreparable, queda esa otra cuestión de
mayor importancia para cualquier historia literaria: pero, y si no hubiera
sobrevenido esa muerte prematura, ¿acaso lo habrían hecho mejor? Como
no hay que cortar los cabellos en cuatro, prefiero pensar que, a más años
de vida, mayores oportunidades de alcanzar la gran poesía. En el caso de
Ballagas (que muere de cuarenta y siete; para muchos cubanos una edad
casi de senectud) todo hacía pensar que su poesía, con el decursar de
los años, llegaría, según gustan decir los profesores de literatura, a ese
grado de madurez en que uno es, resueltamente (como cuando se asalta
a alguien en un camino), un altísimo poeta. Pero, como tenemos que
conformarnos con lo que Ballagas alcanzó - y lo que alcanzó no había
trascendido aún los límites de su historia particular y privada-, es por
lo que le damos ese calificativo (muy alto, por cierto) de pequeño gran
«¡Os bendigo, Dios mío, que dais el sufrimiento / cual divino remedio de nuestras
impurezas, / y como la mejor y la más pura esencia / que a los santos deleites a los
fuertes prepara!» (Charles Baudelaire: «Bendición», Las flores del mal, Cátedra,
Madrid, 2001, p. 87).