SAMIZDAT | Crónica de una vida nueva Octubre 2010 | Page 6

6 SAMIZDAT. OCTUBRE 2010 E S PAC I O L I B R E Necesitados de esperanza “Ésta es la historia de un hombre del siglo XII, un pobre campesino de cuarenta años cuya mujer había contraído la peste. Tenía un hijo mayor que le ayudaba en el campo y una hija que se dedicaba a la casa y a cuidar de su madre. Un día, el campesino decide dejar a su familia y se dispone a iniciar un largo viaje. Coge lo imprescindible para el camino y se pone en marcha. Enseguida empieza a pasar frío y hambre. Llama a la puerta de las casas hasta que encuentra alguien que le ofrece cama y alimento. Y siempre lo encuentra. Cuando se sentaron a la mesa, una mujer le preguntó el sentido de su viaje: “Mi mujer está enferma y me preocupa qué será de mi familia. Alguien me dijo que yendo a Santiago encontraría respuestas”, respondió él. Pasaban los días y el campesino iba perdiendo fuerzas, había momentos en los que no encontraba el sentido de seguir caminando… Poco antes de divisar el Monte del Gozo, cuando aún no había llegado al pueblo donde reposaría la última noche, se desató una tormenta feroz. El campesino intentó refugiarse debajo de un árbol hasta que oyó pasar un carro. Dando un salto se adelantó al camino pidiendo ayuda. El hombre del carro lo recogió, lo llevó a su casa y le dio lo necesario para continuar su viaje. Al llegar a Santiago, entró en la plaza y contempló durante mucho tiempo el Pórtico. No sabía leer, pero aquella historia esculpida en piedra le parecía cercana y familiar. El Pórtico hablaba del drama del hombre en su continua tentación de dejarse vencer, y del hombre salvado que no es aplastado por las circunstancias difíciles. Hablaba de cómo hay un camino marcado que alguien ha trazado para que el hombre pueda seguirlo. Un camino duro, como había sido el suyo, lleno de imprevistos y dificultades, pero movido por una búsqueda, por la necesidad de llegar al final. Y, por último, cuando ya no podía alzar más la cabeza, se encontró con esa figura humana, en el centro, un hombre coronado que no dejaba de mirarlo. Y junto a la figura del rey, toda la Corte: músicos, escribas, escuderos… todos parecían esperarle. Cayó de rodillas, se dio cuenta de que Aquél a quien pensaba encontrar al llegar a Santiago le había acompañado durante todo el viaje, le estaba esperado desde antes de que saliera de casa. El peregrino empezó a llorar, pensaba en su mujer y sus hijos y se daba cuenta de que no podía ahorrarles el esfuerzo del camino, pues sin eso, no llegarían nunca a experimentar la alegría y la paz que él sen- tía en ese momento. Ahora podía confiar en que su mujer, al morir, sería bien rebida en la fiesta del Reino. Y ellos, estaban llamados a continuar el viaje.” Este verano hice el Camino de Santiago con unos amigos y, aunque hoy por hoy no sea tan complicado como en el siglo XII, os puedo asegurar que dormir en el suelo de un polideportivo y compartir las duchas con otras cincuenta chicas no es algo que sea inmediato, al menos para mí. Si me preguntáis por qué lo hice os diré que yo era como el campesino de la historia, pensaba encontrar algo al final del camino pero, os prometo que ya no podía más al tercer día. Si fuera sólo por mí, habría vuelto a casa enseguida. Sin embargo, contaba con algo más que mis pocas fuerzas y mi vaga apetencia: mis amigos -que me ayudaban a recordar las razones de mi peregrinar-, la gente que nos acogía en sus casas y nos cuidaba sin conocernos, la belleza de algunos cantos… pero como decía Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi: «Todos tenemos necesidad de esperanzas – pequeñas o grandes– que, día a día, nos mantengan en camino. Pero sin una esperanza grande, que debe superar todo lo demás, esas esperanzas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, es Él el fundamento de la esperanza – no un Dios cualquiera, sino el Dios que posee un rostro humano y que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros». ¿Podéis imaginar cómo abrazaría a sus hijos el campesino cuando volvió a casa? María Borrero Carrón, estudiante de Filología en la UCM