SAMIZDAT | Crónica de una vida nueva Mayo-Junio 2011 | Page 6
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SAMIZDAT. MAYO-JUNIO 2011
Carlos Sainz de la Maza,
Profesor de Literatura
en la Ucm
1
La fe y la razón no son “ámbitos”
abstractos sino campos de
manifestación
concreta
de
la experiencia existencial. Como
tales formas de la experiencia más
precisamente, de la experiencia de la
relación entre el ser humano como parte
integrante, que no principal, del universo
y ese posible Ser superior o absoluto al
que cada cultura designa con un nombre
distinto, me parecen inconciliables. El
ejercicio de la razón lleva, como mucho, a
la necesidad de repensar en profundidad,
a la luz del funcionamiento del hombre
en el mundo, la idea de la Divinidad
que proponen las diversas religiones
históricas; propuesta revisionista que,
por su parte, choca con los mismos
fundamentos de la experiencia de la fe
en el seno de una religión determinada.
Esto, sin embargo, no quiere decir que
la razón, como forma de la experiencia
existencial, deba excluir a la experiencia
religiosa como elemento integrante –
en recesión, sin duda, en países como
España o Francia pero no, por ejemplo,
en otros como Irán o India– de ese
mundo contemporáneo sobre el que ha
de realizar su permanente ejercicio
de auto-interrogación y conocimiento.
El medio universitario es el caldo de
cultivo teóricamente idóneo para hacer
fermentar la práctica de tal ejercicio.
Y, aplicada al tema de las capillas
universitarias, la misma debería de
conducir, en mi opinión, a plantearse dos
cuestiones:
b. En su caso, la de la conveniencia
o no de redefinir tales espacios para
que reflejen, de un modo integrador, el
creciente ecumenismo de una comunidad
universitaria en la que, aun no siendo ya
mayoritarios, los creyentes despliegan
un verdadero arcoiris de sensibilidades
que va desde las distintas ramas del
cristianismo al islam, el judaísmo o el
taoísmo.
a. La de la conveniencia o no d e
que las instituciones públicas posean
espacios específicamente consagrados al
desarrollo de la experiencia religiosa y
rituales cúlticos a ella asociados.
La pregunta remite de nuevo a los
planteamientos del Humanismo, la
Ilustración o, en nuestro país y en
época más reciente, la Institución Libre
de Enseñanza. Puede contestarse, aunque
2
La libertad de expresión, como
recordaba José Luis Sampedro en
una reciente entrevista televisiva
(“59 segundos”, TVE 1, 11 de mayo de
2011), ha de ser consecuencia directa
de la libertad de pensamiento, una
faceta del desarrollo intelectual que,
sin duda por sus vínculos con la noción
de educación cívica heredada del mejor
humanismo renacentista e ilustrado,
se halla cada vez más abandonada por
parte de los poderes establecidos, de los
que, ciertamente, la propia Universidad
participa de modo a veces nada crítico.
La libre y civilizada discusión de ideas
y creencias, incluyendo la de la función
y presencia de la experiencia religiosa
–y la de cualquier otra experiencia
humana, por minoritaria que sea en el
contexto contemporáneo–, ha de ser
una manifestación más del ejercicio de
la libertad de pensamiento, un ejercicio
que los universitarios, y en especial los
estudiantes, deberían reivindicar como
base para elaborar su percepción de un
mundo en permanente reformulación.
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de forma necesariamente incompleta,
señalando que toda confrontación
ponderada de opiniones e ideas ha de
orientarse a la búsqueda de una síntesis
de las mismas muy alejada del infantil
espectáculo competitivo y descalificador
al que nos tiene acostumbrados la vida
pública de los últimos años. Para ello se
precisa, al menos, de tres requisitos:
a. La renuncia previa a considerarse
en posesión de una verdad que, en
términos de experiencia humana, no
existe como valor absoluto.
b. La búsqueda de puntos comunes
en relación con el tema de discusión
como base para el ulterior desarrollo de
la misma.
c. El respeto de las formas y un
distanciamiento consciente de todo
modo de expresión burda o violenta.
El reconocimiento por parte de las
élites de que la buena educación, la
sensibilidad artística, la policía corporal
y otros hábitos de refinamiento social
constituían un patrimonio universal que
cualquiera, independientemente de su
adscripción de clase, podía usufructuar
plenamente es uno de los logros mayores
de la Edad Contemporánea. Ignorarlo
es darle la razón a los nostálgicos de un
Orden primitivo cuyos rescoldos tienden
todavía a reavivarse con demasiada
facilidad.