Las mínimas
encrucijadas
Juan Felipe Arango había entregado ya un
apartamento en Barcelona para volver a Colombia a
trabajar en un estudio de grabación, cuando le dieron
la noticia de un cambio de planes que lo dejaba en el
vacío y sin aparentes rutas. El niño que había recibido
clases, el adolescente que había tenido banda en
el colegio y el joven que había alternado la tarima
durante la universidad y que con la ingeniería de
sonido había tomado la decisión de vivir, de alguna
forma, de la música, ya tenía que hacerse su vida.
Después de la encrucijada, tomó la ruta larga y
vertiginosa de construirse su propio techo y pagó el
precio de permanecer al margen –por varios años–
de una industria donde hoy tiene la posibilidad de
marcar la tendencia.
Federico López siente que –de algún modo– traicionó
su propia propuesta musical por ser más útil –y hasta
necesario– primero en la producción y luego en el
sonido en vivo (en el que su trabajo se volvió aún
más anónimo). Su forma de ser en la música no es
escuchando canciones ni yendo a conciertos como
espectador; más bien nos habla de una necesidad para
traducir y ordenar un mundo compuesto de mucho
material exigente que hay adentro. También la vida
de Federico en la música ha sido la de no necesitar
poner un precio a su trabajo ni menos regatear. Es la
historia donde la genialidad –que es un poco aventura
y mucho rigor– han sido suficientes para habilitar una
vida en la música.
Diego, de ‘Asgard Wizard’, representa a una gran
cantidad de músicos que pudieron permanecer en sus
juegos de niños con una guitarra inventada, con unos
tarros o simplemente cantando. Cuando era muy niño
pegó de una tabla unos nailon, simulando una guitarra.
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Hoy el juego continúa con la exigencia de juguetes para
imaginar más.
Harold, de ‘Desiderium’, hace parte de los músicos
expulsados de los espacios que, finalmente, no
eran definitivos. Fue despedido de la Red de
Escuelas de Música por no querer ir a las clases de
expresión corporal.
Felipe Laverde había sido excluido del sueño del
futbol por una lesión y un asesino le había arrebatado
a su amigo con el que compartía en una comparsa. El
artista en el que se convirtió empieza a recuperarse
de una lesión con la batería –después de un periodo
de vacío– y convierte el dolor de la muerte de su
amigo –que hubiera sido bueno para el teatro– en una
especie de mapa.
El hecho del cadáver pintaba el territorio con varios
colores y la reparación de la trágica ausencia era
mezclar sueños con un camino en el arte. Territorios
que –tras un relámpago de odio– se corrigen haciendo
que brote un ruido –de la especie de la risa– y se
provoque una inclinación emparentada a los abrazos.