E
l carácter de Medellín es el de su geografía
bordera, empinada, encerrada en ella misma,
que parece invitar a la dureza del que abre y
llega sin preguntar; es el del morro que se pela
o hasta se incendia para poder caber, pero también el
de la abundancia de quebradas que se subdividen y
dan un andar como a brincos; el mismo de escaleras
remolinadas y atajos, tantos sin sentido.
Es una ciudad con una vocación adicional de
mercado, donde casi todo se vende y se compra y,
por tanto, una ciudad de cambalacheros, ruidosa y
altisonante, en la que se instaló una gran violencia
que se combinó con los nuevos negociantes que
fueron los narcotraficantes. Los negocios del
narcotráfico encontraron un montón de pelados
que querían celebrar su desconexión con la ciudad
y que querían un vínculo, una función, aunque
fuera para encontrar la muerte y –en sus delirios–
no ser ignorados.
Ese nervio bravo de Medellín es muy atrevido y muy
expresivo. Medellín encierra un código que produce y
premia lo altisonante, crea una urgencia por hacerse
saber, darse a conocer, y hace urgente la acción, a veces
irreflexiva, en muchas otras ocasiones creativa.
Foto: Anderson IV tiempos
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