La presencia del Estado en aumento, con unas buenas
comunicaciones locales y nacionales, y el peso de las
redes sociales en la crítica con implicaciones políticas,
empezaron a tener exponentes de barrios de bajos
ingresos; la cooperación internacional mermó, pero
la internacionalización de la ciudad creo relaciones y
circuitos diferentes.
El código de la esperanza requería de rostros y quizá
el mejor que encontró fue el de artistas provenientes
de barrios pobres o violentos. Fue un momento nuevo
para la ciudad el de perfilar esos nuevos héroes del
arte, aunque en ocasiones la música como tal pasaba
a un segundo plano. Y también se necesitaban –
como era lógico– eventos que canalizaran los nuevos
entusiasmos –materia de cualquier gobernante– y
la buena imagen de la ciudad (al parecer, propósito
principal de la política en tiempos hipermediatizados).
Así no sólo nació un festival tan grande y tan vistoso
como Altavoz, sino que algunos artistas de géneros
inusitados empezaron plantearse una vida en la
que todos sus ingresos –directa o indirectamente–
provenían del Estado.
Puede ser que en el 2014 esté ocurriendo o esté
ad portas de que ocurra una apuesta distinta del
establecimiento por la música de la ciudad, para
que realmente se dé un aporte creativo con impacto
mundial, pero aún se puede considerar que los
esfuerzos conjuntos no han sino nítidos y constantes en
esa dirección. Mientras que el entretenimiento ha dado
cierta ceguera a la curaduría que se puede hacer desde
el sector privado, la estatalización de algunas músicas
ha desviado o aplazado las preguntas por la calidad (y
hasta por la creatividad).
Evaluar al Estado no es fácil porque se trata de evaluar
un deber y por tanto se puede caer en la lógica de que
lo sobresaliente sería lo que va más allá del deber. De
ahí la discusión de si el Estado debe hacer cosas más
allá del deber y lo problemático de la novedad y lo
noticioso en política. En Medellín se supondría que el
voto programático debería mostrar la política cultural,
la inversión en arte y sus distinciones (o clasificaciones
para trato diferenciado), así como para formación de
niños, adolescentes y jóvenes en el arte y su impulso.
Sin embargo, en los Programas de Gobierno y Planes de
Desarrollo en los últimos tres cuatrienios se encuentra
un lenguaje entusiasta, pero a la vez víctima de
múltiples interpretaciones, así como indicadores muy
planos que dan un exagerado margen de maniobra.
Cuando nos referimos al voto programático para
la evaluación de la política artística y cultural en
Medellín, tendremos también que decir –algo que es
para profundizar en otro capítulo– que no hay ni la
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organización ni las ideas diferentes para clarificar lo
que debería hacer el Estado.
Ahora bien, dejemos en claro una opinión: primero, el
Estado puede hacer mucho más en Medellín para dar
acceso a la música a niños y adolescentes. Segundo, es
necesario exponer un análisis de que a la inversión de
la Alcaldía –por relacionarla fuertemente a algo que
no ha tenido unos claros parámetros de medición–
le ha faltado precisar su intención y ha caído en la
desproporción que hay entre grandes eventos y sus
contratos y convenios relacionados, de un lado, y
formación y becas de creación, de otro.
Lo que queremos alumbrar acá es que Medellín dio un
salto gigantesco en inversión en arte –posibilitando
además todo tipo de tendencias que salieran, aunque
fuera provisionalmente, del anonimato–, pero esto
no ha dejado de estar atado a la subsistencia y al
funcionamiento, que, como señalamos, empezó a tener
una fuerte justificación en formación y socialización de
adolescentes en riesgo en lugares pobres y expuestos a
la violencia de la ciudad.
El análisis en este libro es que poco se le ha apostado a
que varias de las músicas de Medellín creen un impacto
internacional por sí solas, sin necesidad de un discurso
social que las acompañe. La apuesta o la inversión
destacada no ha tenido la estrategia o el objetivo de
que en realidad las músicas se escalen y cambien
de categoría, de tal manera que Medellín pueda
representar otro lugar cultural en el mundo y que sus
músicos puedan ocupar un lugar en la historia del arte.
Si bien el mercado –con empresarios medellinenses
o instalados en Medellín– le ha apostado F