El ser humano no puede vivir aislado de los demás y, a pesar de
definirse como el ser más perfecto de la naturaleza, tiene carencias que lo
limitan y lo hacen vulnerable y sensible a los efectos del ambiente natural,
físico y social que lo rodea. Es un ser carencial, porque no cuenta con muchas
armas naturales que le permitan sobrevivir en cualquier lugar y medio. Pero
también es un ser en evolución constante. Su desarrollo no sólo es
cronológico, sino que evoluciona en su pensamiento, capacidad de conocer,
de aprender, de sentir, de expresarse, de comunicarse y de adaptar su entorno
a sus necesidades inmediatas.
Por lo tanto, se vive en una sociedad donde los valores escasean, están
de baja. Se oye decir mucho: “¡Qué más da! ¡Todo da igual!”. Este encogerse
de hombros y de energías, singular reflejo de una crisis de vida, de una época
de desaliento, desencanto, confusión, promesas incumplidas, de falta de
horizonte, parece que tiene una causa: “ausencia de valores”.
Por ello, se buscó el apoyo en lo que dice, Arévalo, (1998), define el
valor como: “Todo aquello que favorece la plena realización de nosotros como
persona”. (pág. 65). Ello justifica, en primer lugar, en el orden de prioridades
y configuración de lo más íntimo de cada individuo. De acuerdo con esta
postura, es de considerar que el concepto de valor en la actualidad, debido a
los múltiples y frenéticos cambios sociales, motivados unas veces por la mayor
o menor influencia política y económica de los diferentes países, han dado
lugar a un sistema de valores cuyos principales determinantes son la
competitividad y el individualismo.
Por esto, la formación de valores enseña a tener aprecio por las cosas
que satisfacen las necesidades básicas, pero se valora especialmente a las
personas que las proporcionan. Su comportamiento hacia los demás se vuelve
la principal referencia de lo que es valioso. Por esta razón, el carácter y
personalidad se moldea con las actitudes, comportamientos de las personas
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Arbitrado
1. Introducción