Vivimos deprimidos por exceso de pasado,
estresados por exceso de presente y
ansiosos por exceso de futuro. Vivimos en el
placebo de gastar en todo cuanto puedan y
quieran ofrecernos y vendernos, incluyendo
objetos de moda y petardazos de fi lantropía,
en lugar de invertir en nuestra salud mental.
Todos conocemos a alguien que vive esperanzado en
recibir el aguinaldo para “sacar” el “aifon”, aunque odie
a su supervisor y no quiera dejar su trabajo para poder
pagar los 24 meses del plan, en lugar de guardar ese
aguinaldo en un ahorro de 3 meses de salario para poder
cambiar de trabajo (y de supervisor). Como dice mi
esposa (psicóloga clínica): somos seres de urgencias y
soluciones inmediatas.
Y después de la fiesta, por ahí del 7 de enero para
unos y del 3 de febrero para otros, llega la resaca. Y no
precisamente la del alcohol, que va dejando de sentirse
con la llegada del Año Nuevo, sino la resaca emocional,
la reaparición de la conciencia, no sólo financiera, sino
personal. ¿Qué dije que iba a hacer el año pasado? ¿Qué
intenté hacer el año pasado? ¿Qué logré hacer el año
pasado? ¿Qué quiero, puedo y pretendo hacer este año? La
realidad es que terminamos haciendo lo mismo, porque
somos animales de rutina y de confort.
Y luego vienen las deudas (con otros y con nosotros
mismos), morales y económicas. Pasada la sobredosis
de dopamina y de serotonina que nos provocan las
compras y las convivencias, regresamos a nuestro
estado basal, inconformes con nosotros, con nuestro
personaje, con nuestra familia, con nuestro trabajo (con
nuestra realidad); incluyendo nuestra ciudad, nuestro
estado, nuestro país, nuestro mundo, nuestra galaxia y
hasta nuestro universo.
Buscamos el fallo en el sistema sin ganas de
aceptar que somos nosotros mismos quienes
formamos parte de él y ayudamos a crearlo.
Porque, eso sí, cambiar no es sufi ciente:
tenemos que cambiar para mejorar y no para
empeorar.