Revista Perniciosa 2 | Page 7

Garrote de frío, 8 am. Otra vez amaneció en el piso, en el colchón improvisado con un almohadón y un par de mantas. Tenía la mandíbula dura, se había dormido apretando los dientes, una vez más. La vuelta a la realidad no suele ser tan poética como en los libros. Sobre todo por los olores y los efluentes producidos involuntariamente durante la parálisis temporal del sueño. Dicho esto procedió dar vuelta la almohada para que no se viera el rastro de la baba. En la cama yacía el vástago, el niño con la canasta de rulos dorados de los que ella tiraba para imponer disciplina. Los ojos iguales del autor de sus días, quien en este momento no estaba durmiendo a su lado como siempre: el revoltijo de sábanas anunciaba su ausencia posiblemente laboral. Entonces esta joven mujer, el corazón y el centro de su pequeño departamento de estudiante de barrio Luis Vernet se desliza sigilosamente por el piso, emulando una serpiente, pero sin éxito porque al momento de trasponer el umbral de la puerta del dormitorio que daba paso al comedor y a la libertad por al menos dos horas, el infante tirano despierta, de muy mal humor. El cachorro sirena no comprende de dilaciones a sus necesidades, de hecho ya las hizo sobre la sábana. Ese era el castigo por haber querido trasponer los límites. A ella no le importó, siguió su camino, corriendo como a través de campo minado, con cuidado pero sin frenar, quizá el silencio lo haría adormecerse unos minutos más. Pero no, ¡no! La coerción se extendía a los gritos, llantos, pataleos para traerla de vuelta a su lado. Comenzaba la puja diaria, la madre haría todo lo posible para mirar hacia cualquier lugar menos hacia el que Joaquín precisamente deseaba que ella mirara: ÉL. Ella pondría en juego toda su indiferencia posible, al menos de la que era capaz, emplearía lecturas, obligaciones, idas esporádicas al baño a mirar su cara de estúpida al espejo por quince minutos, televisión. Hasta que finalmente ceda. Y entonces el niño se colgaría de su cuello y comenzarían las náuseas otra vez. De esas que le anunciaron su existencia, las que acompañaron el circo de su convivencia, y las que adornaban las envestidas pélvicas del coito romantiquísimo de los domingos a la mañana, apurado por la inminente venida del Señor, es decir el hijo, sólo ausente a requerimiento de la benevolencia de algún abuelo o pariente. Bueno, cuando ella finalmente capitulaba armas y ejércitos al rey, podían disfrutar juntos. Momentos de gran placer madre e hijo, en los que ella siempre estaba buscando de reojo alguna forma de escape que podría llegar como mensaje de celular, o como canción de radio, o algún documental, un salvavidas temporal.