Garrote de frío, 8 am.
Otra vez amaneció en el piso, en el colchón improvisado con un almohadón y un par de mantas.
Tenía la mandíbula dura, se había dormido apretando los dientes, una vez más. La vuelta a la
realidad no suele ser tan poética como en los libros. Sobre todo por los olores y los efluentes
producidos involuntariamente durante la parálisis temporal del sueño. Dicho esto procedió dar
vuelta la almohada para que no se viera el rastro de la baba.
En la cama yacía el vástago, el niño con la canasta de rulos dorados de los que ella tiraba para
imponer disciplina. Los ojos iguales del autor de sus días, quien en este momento no estaba
durmiendo a su lado como siempre: el revoltijo de sábanas anunciaba su ausencia posiblemente
laboral.
Entonces esta joven mujer, el corazón y el centro de su pequeño departamento de estudiante de
barrio Luis Vernet se desliza sigilosamente por el piso, emulando una serpiente, pero sin éxito
porque al momento de trasponer el umbral de la puerta del dormitorio que daba paso al comedor
y a la libertad por al menos dos horas, el infante tirano despierta, de muy mal humor. El
cachorro sirena no comprende de dilaciones a sus necesidades, de hecho ya las hizo sobre la
sábana. Ese era el castigo por haber querido trasponer los límites. A ella no le importó, siguió su
camino, corriendo como a través de campo minado, con cuidado pero sin frenar, quizá el
silencio lo haría adormecerse unos minutos más. Pero no, ¡no! La coerción se extendía a los
gritos, llantos, pataleos para traerla de vuelta a su lado. Comenzaba la puja diaria, la madre haría
todo lo posible para mirar hacia cualquier lugar menos hacia el que Joaquín precisamente
deseaba que ella mirara: ÉL. Ella pondría en juego toda su indiferencia posible, al menos de la
que era capaz, emplearía lecturas, obligaciones, idas esporádicas al baño a mirar su cara de
estúpida al espejo por quince minutos, televisión. Hasta que finalmente ceda. Y entonces el niño
se colgaría de su cuello y comenzarían las náuseas otra vez. De esas que le anunciaron su
existencia, las que acompañaron el circo de su convivencia, y las que adornaban las envestidas
pélvicas del coito romantiquísimo de los domingos a la mañana, apurado por la inminente
venida del Señor, es decir el hijo, sólo ausente a requerimiento de la benevolencia de algún
abuelo o pariente. Bueno, cuando ella finalmente capitulaba armas y ejércitos al rey, podían
disfrutar juntos. Momentos de gran placer madre e hijo, en los que ella siempre estaba buscando
de reojo alguna forma de escape que podría llegar como mensaje de celular, o como canción de
radio, o algún documental, un salvavidas temporal.