Revista Perniciosa 2 | Page 24

Ha llegado Carmen a casa. Los perros le lamen sus blancas piernas y ella suelta una risita frágil, que parece un arrullo. Sus dientecitos brillan a través de los labios entreabiertos. Viste de domingo: blanca blusa, falda negra y zapatos de tacón que se hunden en la tierra blanda. Mi hermano está feliz, la besa en las mejillas, le acaricia la melena y le pregunta por su novio: -Nos peleamos hace un mes, era un idiota, dice por lo bajo y los ojos de mi hermano parecen encenderse en ligeros fogonazos de felicidad. La tarde nublada parece inmóvil tras los árboles. Una hoja cae a sus pies. Por todos lados cuelgan sabanas húmedas, jeans mojados y el vino se agoniza con un trozo de limón, dentro de la jarra de plástico naranja. -¿Ariel, quién es la mina que está viviendo al lado?, me pregunta Papá. -Una cualquiera debe ser, contesta Carmen, para colgar las tangas a la vista de todos. Por favor. Callamos. El verano es un girasol marchito, sin pétalos ni aroma. La radio transmite un partido entre River y Unión de Santa Fé. Desde el living el deseo se anticipa en la mesa prolijamente servida. Una botella de Cocacola roja y plateada, resplandece sobre el mantel cuadriculado, Carozzi. No habíamos tenido noticias de Ivana, desde el verano pasado cuando fui de vacaciones con mis tíos a la costa. Acabábamos de cumplir quince años. Íbamos de un deseo a otro abriendo ventanas, cuerpos que nadie se preocupa en cerrar. La música no dejaba de sonar por todos lados. Recuerdo la noche en que salimos a bailar y regresamos borrachos en taxi al hotel. Carmen me miraba fijo y chasqueaba su lengua bífida. Llovía. En su cartera llevaba una pistola de agua, un porro y un absurdo consolador. El taxista mascaba un chicle bazooka y echaba una miraba por el espejo retrovisor, preguntándose por el nonsense de la situación. Dos pendejos con una calentura bárbara, metiéndose mano. Después terminamos culiando en mi habitación. La puse en cuatro y le abrí las piernas, y haciéndole jueguito le metí la cabeza de la pija en esa conchita que siempre estaba húmeda. Ella soltó un gritito, mitad de dolor, mitad de placer. Con los dientes apretados le acabé en la mano. Después cogimos dos o tres veces más. Pusimos el colchón en el piso para no despertar a mi hermano que dormía en la habitación del lado. Días después mi hermano me confesó que había escuchado todo, y que bajo las sabanas se pajeó hasta morir, mientras nosotros la poníamos. A la mañana siguiente vino el novio de Carmen, un rugbier y se la llevó en moto a otro balneario. Ahora papá me pide que acompañe a Carmen a la habitación que dejó mi hermana cuando se caso con un entrenador de vóley y se fue a vivir a Los Quebrachos y le ayude a subir las valijas. Nuestras miradas se cruzan, rabiosas de deseo perro. Un mechón rubio cae por su frente impura, y se mece con la brisa. Cuando se pone a desempacar le miro el culo. Es un culo en pleno crecimiento, pícaro, sugerente. Pienso sin dejar de mirarla, que quiero poseer ese culo, disciplinarlo,