Mamá ha decidido desaparecer por completo, disolverse en la intemperie.
El Cristo en sus ojos refleja la blancura de la nieve cayendo, cubriendo cada
porción del territorio conocido, como si quisiera apoderarse de todo lo que tiene
movimiento para sumergirlo en un sueño blanco.
***
Cuando hay nieve tengo trece años, otra vez, y me olvido que soy una anciana
encadenada a una cama de hospital. En los días de nieve creo ver toda mi infancia
a la luz de una cerilla que se enciende de improviso en mitad de la noche para dejar
entrever mi cuerpo desnudo que se niega a ser poseído.
El padre Alan despierta en mi cama, cubierto de sudor, maniatado por un rosario
que titila en la oscuridad. Me pide que deje de mirar a ese Cristo, me susurra que si
no le quito los ojos de encima le resultará imposible dormir al hijo de Dios.
Papá a estas horas ha abandonado su cuerpo y es parte de la nieve. Lo veo
saltando entre los árboles desnudos, con una interminable bufanda color rojo.
A veces pienso que el primer recuerdo que tengo es la nieve. Distingo una calle,
apenas iluminada, en la que unos niños se lanzan bolas de nieve, luego alcanzo a
ver a mi padre corriendo herido entre los coches, pidiendo auxilio.
Entonces el padre Alan me pide que me duerma, que deje de llenar mi cabeza de
pensamientos, que mientras permanezca acurrucada a su lado la nieve seguirá
cayendo, y al despertar como despidos por una fuerza irracional nos echaremos a
correr calle abajo hasta dar con el puesto de golosinas crocantes.
Pero un recuerdo me posee en el momento justo en que espantaba mis recuerdos y
me figuro caminando a la iglesia, preocupada por extraviar el catecismo, y es pleno
día, parpadea el sol sobre la nieve acumulada en la banquina.
Cuando abro la puerta de la sacristía está papá sentado junto al padre Alan, al
verme entrar empiezan a reír, sus carcajadas grotescas les desfiguran los rostros y
me dicen que no tendré salvación por haber extraviado el catecismo.
Papá se levanta acaricia mi pelo y se marcha sin decime nada. El padre Alan se
quita los zapatos, luego la camisa y se coloca una máscara de Tasha de los
Teluttubies. Niña mala, me dice y comienza a desabrocharse el pantalón. Dejo que
mis ojos escapen por alguna rendija y se adhieran a los de una anciana con
cabellos grises que amarrada a la camilla recuerda la niña que fue un día en que la
nieve cubrió toda su infancia como si se tratara de una sangre por primera vez
vertida.