Yo tenía veintitantos, edad suficiente para no creer absolutamente en nada de lo que
ocurre. Nunca había viajado más allá de San Luis, donde compraba algunas revistas
literarias que leía una y otra vez, y a veces iba al cine a ver las películas donde actuaba
Darío Grandinetti, o las de Héctor Alterio, esas donde se construía el personaje de la maga
para todas las muchachitas del 2000 que comenzarían a estudiar psicología y se exitarían
leyendo a Galeano. La verdad es que las historias que se repiten deberían tener otro final,
pero me parece que los caracteres de seducción son intencionadamente estúpidos.
Preferiría que el quijote que vive en mí, me dictara las palabras para poder entender los
sucesos que se conforman en gigantescos molinos de viento y tierra. Las Lajas los
domingos por la mañana se parece a The man who sold the world. El sol parece deslizarse
por las caras de los jóvenes que salen a mendigar amor a boliches y casas de citas.
Estábamos mirando la misma escena escondidos tras unas columnas de hierro, disparando
suspiros de tanto en tanto para que el barman llenara de nuevo la copa con el wiskhy más
barato del bar. Entonces ella tomó un pequeño cuchillo y quiso ver la naturaleza del
fracaso. Comenzó sacándome la ropa, luego la piel, los músculos, desenrollar venas y
tendones, hasta llegar a los huesos. Entonces le sonreí con una cara que siempre
sonreiría, condenada a la alegría. Tomé mi saco y me lo puse sobre los hombros. Caminé
por la calle desierta con unas insoportables ganas de tener labios, laringe, tráquea y
pulmones, con una mano para poder fumar un cigarrillo. En cambio me quedé mirando el
cartel luminoso que decía “La moda no aliena, adorna”. Me reí entre dientes pensando en
mi piel, en mis sentimientos que siempre habían adornado esto que soy, un esqueleto
destinado al fracaso.