Revista Perniciosa 2 | Page 14

El viejo trataba de explicarle al niño la razón por la que no podía descender hasta el fondo del pozo. -Hay mucho fango, vas a quedar enterrado hasta el cuello y a tu edad no es bueno que te hundas. - Quiero ver al hombrecito amarillo. -Lo verás más tarde cuando llegué tu padre. -Es que yo quiero verlo ahora, tío. - Bueno, vas a bajar conmigo. Desde que un sujeto merodeaba la casa de los Meneses, el viejo se había convertido en la sombra de su sobrino. Sus padres habían tenido que viajar a la ciudad de improviso, y no existiendo otro familiar cercano, el niño quedó en compañía del viejo. La casa era pequeña, rodeada por un puñado de árboles frondosos, con una larga chimenea por la que siempre salía un humo espeso y azul. En frente como única vegetación crecía un sauce castigado por los ventarrones donde los visitantes solían atar sus caballos. Abajo, casi en secreto, corría el arroyo en cuyo fondo el niño había visto el hombrecito amarillo antes que se decidiera a morar en el pozo. El viejo tomó al niño de la mano y cuidadosamente inició el descenso. El terreno estaba resbaloso y costaba hacer pie. El niño bajaba dando gritos, llamando al hombrecito amarillo. Un olor nauseabundo a fango podrido brotaba desde el fondo. Mientras sujetaba al niño, el Viejo recordó el rostro amoratado de la niña en el zanjón, la mueca que antecede a la muerte, el guardapolvo rasgado con manchas de barro, el chirrido de los cables eléctricos silbando junto al viento. -Volvamos, no hay nada ahí abajo. - Pero tío, está bajo el agua. Yo lo vi meterse. Hasta escuché el ruido del agua cuando se sumergió. Volveremos mañana, respondió el viejo e inició el ascenso apretando con violencia la mano del niño que se empeñaba en bajar. Arriba, a través de la boca redonda, brillaba la claridad del día. Las paredes del pozo, cubiertas de musgo, dificultaron el regreso. Tras varios resbalones, alcanzaron la superficie. Ahí se sentaron en silencio. El niño estaba cabizbajo observando los pies gigantescos de su tío que se había descalzado. Tuvo deseo de acariciar el vello de las piernas, recorrer esa piel repleta de manchas blancas. El viejo trataba de olvidar la niña, los gritos que dio sin que nadie le prestara auxilio. Recordó el lunar en forma de trébol junto a las nalgas, blancas, flacas, repletas de rasguños. - Mientras el hombrecito amarillo viva ahí, seguirás viendo cosas feas, tío, dijo el niño sin mirar al viejo, y dejó que su vista se extraviara entre los montones de piedra que reverberaban bajo el sol.