Antes del mediodía el tamaño del falo se había triplicado, y su testa ya asomaba el borde de la
maceta. Era semejante a un tallo terso, que al acariciarlo dejaba escapar un líquido con
consistencia de coágulo, debido a la facilidad de solidificación que posee gracias
al fosfato de espermina y otras proteínas similares al fibrinógeno. Luego de manipularlo unos
instantes crecía adquiriendo de su hermosura conciencia. Una belleza perversamente infantil
que no hacía otra cosa que recordar la cercanía de lo trágico.
Almorzamos con papá en la terraza mientras el sol de primavera reverberaba sobre las aguas
cenagosas del río. Pensé en las porongas que crecen en invernaderos, las vi cubiertas de una
baba blanca, grumosa, tal vez acosadas por enjambres de gonococos.
Padre permaneció callado como si buscara develar en silencio el secreto que ocultaban mis
palabras entrecortadas, confusas, palabras que parecían surgir de una nebulosa.
Cuando la empleada trajo los postres, escuche el estampido. Un estruendo volátil semejante a
una emanación de gases talibanes. Abandoné la mesa y me dirigí de prisa a mi cuarto. Al abrir
la puerta, vi el piso minado de tierra. La verga había eclosionado hasta adquirir un tamaño
fabuloso. La observé con dolor alejarse a toda marche bajo el sol de la siesta, atravesar las
aguas putrefactas como si un viento prodigioso la empujara.
Ilustración de
Apollonia Sinclair