Revista Foro Ecuménico Social Número 12. 2015 | Page 14

Atrio de los Gentiles en la Argentina único es el sujeto al que ambas se dedican, es decir, la persona humana, individual y comunitaria. El principio de solidaridad, justicia y amor Ravasi y Mons. Sánchez de Toca en el Centro de Arte Moderno de Madrid. Cuando ayudas al pobre, tú, rico, no le das lo tuyo, sino que le das lo suyo. En efecto, la propiedad común que fue dada en uso para todos, tú solo la usas. 14• FORO Llegamos, así, al tercer principio que es fundamental para el cristianismo y para todas las otras religiones, aunque con diversos acentos. Regresemos al retrato del rostro humano que, como dijimos, tiene la dimensión del hombre y la mujer, o sea, tiene en su base la relación interpersonal. En el capítulo 2 del Génesis la verdadera hominización no se da sólo con la citada nishmat hayyîm, que hace a la creatura trascendente; ni tampoco sólo con el homo technicus que “da el nombre a los animales”, o sea, se dedica a la ciencia y al trabajo. El hombre es verdaderamente completo en sí cuando encuentra –como dice la Biblia– “una ayuda adecuada”, en hebreo kenegdô, literalmente “que le esté de frente” (2,18.20). El hombre, por lo tanto, tiende hacia lo alto, lo infinito, lo eterno, lo divino según la concepción religiosa y puede tender también hacia lo bajo, hacia los animales y la materia. Pero deviene verdaderamente sí mismo sólo cuando se encuentra con “los ojos en los ojos” del otro. Ahí aparece de nuevo el tema del rostro. Cuando encuentra a la mujer, es decir, a su similar, puede decir: “Esta es verdaderamente carne de mi carne, hueso de mis huesos” (2, 23), es mi misma realidad. Aquí tenemos el tercer punto cardinal que formulamos con un término moderno, cuya esencia está en la tradición judeocristiana, es decir, “el principio de solidaridad”. El hecho de que todos somos “humanos” se expresa en la Biblia con el vocablo “Adán”, que en hebreo es ha-’adam con el artículo (ha-) y significa simplemente “el hombre”. Por eso, existe en todos nosotros una “adamicidad” común. El tema de la solidaridad es, entonces, estructural a nuestra realidad antropológica básica. La religión expresa esta unidad antropológica con dos términos que son dos categorías morales: justicia y amor. La fe asume la solidaridad, que está también en la base de la filantropía laica, pero va más allá. En efecto, siguiendo el Evangelio de Juan, en la última noche de su vida terrena Jesús pronuncia una frase estupenda: “No hay amor más grande de aquél que da la vida por la persona que ama” (Juan 15, 13). Es mucho más de cuanto se declaraba en el libro bíblico del Levítico, que incluso Cristo había citado y acogido: “Ama tu prójimo como a ti mismo” (19, 18). En las palabras de Jesús arriba citadas retorna aquella “adamicidad”, pero con una tensión extrema que explica, por ejemplo, la potencia del amor de una madre o de un padre, dispuestos a dar la propia vida para salvar al hijo. En tal caso, se va también contra la misma ley natural del amarse a sí mismo, del “egoísmo”, aun legítimo, enseñado por el libro del Levítico y de la ética de muchas culturas, se va más allá de la pura y simple solidaridad. Evitando largos análisis, aunque necesarios, ilustramos ahora simbólicamente en clave religiosa las dos virtudes morales de la justicia y del amor con dos ejemplos recogidos de culturas religiosas diversas. El primer ejemplo es un texto sorprendente respecto a la justicia: “La tie-