Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 84
Para él, el escritor
que sólo sabía
de literatura ni
siquiera sabía
de literatura.
Le apasionaba
analizar los textos
como instrumentos
de relojería,
pero también las
circunstancias que
los habían hecho
posibles y que
podían llevarnos
a disquisiciones
sobre política,
teología, los
medios de
comunicación, el
erotismo, la ciencia
y todos los temas
bajo el sol.
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especie de escudero del itinerante
Donoso. Conversábamos duran-
te cinco o seis horas en autobús y
compartíamos en San Luis el fin de
semana entero. Las sesiones prose-
guían en el restaurante y la cantina,
donde él ejercía el carisma tranqui-
lo de quien no necesita enfatizar su
liderazgo.
En sus orígenes, la filosofía sur-
gió como un urgente programa de
autoayuda, en busca de instruccio-
nes para los misterios de la vida
diaria. El modo socrático permitía
el razonamiento abstracto, pero
también resolvía los predicamentos
cotidianos de los discípulos.
A veces quisimos tener este tra-
to ateniense con Donoso y le pedi-
mos contraseñas para seducir a una
chica o aliviarnos del abandono.
Lo idolatrábamos en tal forma que
deseábamos convertirlo en juez de
nuestra intimidad. También en eso
fue muy riguroso: por más tequila
que se sirviera en la mesa y por más
boleros que cantara el trío de turno,
nos aclaró que en el insondable la-
berinto de las pasiones, cada quien
es responsable de sus actos. Rechazó
el paternalismo que le proponíamos,
buscando el alivio de evadirnos de
nosotros mismos, y nos condenó al
fuego del libre albedrío.
El mandato de pensar con di-
ferencia, al margen de coacciones
externas, caló tan hondo en el Ta-
ller que jamás se nos ocurrió que
la crítica literaria pudiera ejercerse
por compromiso o razones extra-
literarias. Con los años sabría que
muchas reseñas se escriben por
conveniencia; en el Taller, eso era
impensable. Las primeras notas
críticas que publiqué estuvieron
marcadas por una sinceridad casi
suicida. Una de ellas se refería,
precisamente, a la novela Día tras
día, de Miguel Donoso Pareja.
Aunque mi texto era fundamen-
talmente elogioso, me permití ha-
cer algunos reparos porque era lo
que había aprendido en su Taller.
Él agradeció la nota, ‘sobre todo
por las críticas’.
A los diecinueve años concursé
para ingresar al Taller de Augusto
Monterroso, donde no había ‘turis-
tas del cuento’ porque el autor de
La oveja negra y demás fábulas sólo
recibía a tres alumnos al año. Fui
admitido y Miguel decidió echar-
me de su Taller, no por celos hacia
el nuevo maestro («un gran cuen-
tista y un hombre sabio», dijo), sino
para acabar con una relación que
tenía claros signos de dependencia.
Seguir ahí era como usar muletas
cuando ya ha sanado la fractura.
Debía continuar el camino por mi
cuenta.
Me dio la noticia en el tono
fraternal con que siempre me tra-
tó, como si la expulsión fuera una
manera de graduarme. Esa noche,
bajé los diez pisos de la Rectoría
por las escaleras para demorar el
desastre de ingresar a una vida sin
el Taller de los miércoles. La última
lección del maestro fue la más dura
y la más significativa: tendría que
criticarme a mí mismo.
Años después, cuando ya había
vuelto a Guayaquil, sus alumnos le
hicimos un homenaje en San Luis
Potosí. Donoso regresó a México a
escuchar nuestras ponencias. Cuan-
do terminó el aluvión de anécdotas
y gratitudes, dijo con toda calma:
—Ya saben que me gusta corregir.
Acto seguido, sometió los elo-
gios a un insólito taller, demostran-
do que nunca dejaría de ser nuestro
maestro.
En noviembre de 2014 fui a
Quito para presentar sus Cuentos
completos. Pensaba verlo, pero el
médico le impidió hacer el viaje de
Guayaquil a la capital. Me enteré de
esto cuando ya estaba en Ecuador y
sentí una honda decepción. Uno de
sus alumnos advirtió mi estado de
ánimo y le habló por teléfono para
que yo hablara con él al terminar la
mesa redonda.
Volví a oír la voz que marcó mi