Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 78
Al momento de sina —con quien se casó en 1943
y de quien ya no se separaría has-
morir, hace 25 ta su muerte— y el guionista Tu-
llio Pinelli. Masina sería su musa y
años, el creador compañera de múltiples aventuras
en las que pondría ros-
de clásicos como artísticas,
tro, cuerpo y alma a varios perso-
inolvidables de su filmografía,
La dolce vita y La najes
como la prostituta Cabiria y la in-
strada concitaba genua y entrañable Gelsomina de
La strada.
Pinelli, en tanto, lo conectó con
como pocos los
Roberto Rossellini y con el mun-
mayores elogios do del cine. Durante la segunda
mitad de la década del cuarenta,
y las críticas más Fellini fue escenógrafo, guionista e
actor —por una única vez,
despiadadas incluso
en El milagro, basada en un cuen-
del mundillo to suyo— en diversos proyectos de
Rossellini y de otros realizadores,
cinematográfico. hasta que en 1950 dirigió Luces
de variedades junto con Alberto
Desparejo, Lattuada. Dos años después, una
casualidad lo ubicó en soledad so-
anárquico y un bre la silla de director: «Todo se
inició porque Carlo Ponti y Mi-
tanto déspota, chelangelo Antonioni rechazaron
guión de El jeque blanco que yo
dueño de un el había
escrito junto con Pinelli, y de
estilo claro y ese modo me obligaron a que yo di-
rigiera el filme», recordaba.
reconocible,
dejó tras de sí un Reproducir ilusiones
Hasta 1990, su creatividad se
puñado de filmes desplegaría en veinticinco pelí-
en las que se preocupó por
esenciales del culas,
reproducir la ilusión que más le
«El cine es, de todas
siglo XX. interesaba:
las formas de expresión artística,
la que más se parece a la vida»,
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solía repetir. Aunque se trataba
de una existencia ficticia, cuyos
rasgos artificiales Fellini subrayó
cada vez más con el correr de los
años: por eso eludía los escena-
rios naturales y prefería filmar
en los estudios romanos Cinecit-
tá, aunque eso implicara la nece-
sidad de fabricar una Venecia o
Roma en miniatura, o un océa-
no con enormes pliegos de plás-
tico. «No me gusta ser esclavo
de nada o de nadie, ni siquiera
del sol romano, ni de los colores
de la ciudad. Prefiero inventarlo
todo», rezongaba.
Tan intuitivo y espontáneo
como caótico, al principio so-
lía mezclar las páginas de sus
guiones para que nadie tuviese
muy claro qué filmaría y cómo
pensaba hacerlo. Más adelante,
ya solo contaba con una línea
argumental básica sobre la cual
hacía jugar —no sin conflic-
tos— a sus protagonistas como
si fuesen marionetas. «Estaba
atrapado por la mentira que
construyó en torno de sí mismo,
como Orson Welles», dijo de él
Donald Sutherland, para quien
representar a Giacomo Casano-
va bajo su mando resultó «una
tortura».
Además, a contramano de los
imperativos de su época, Fellini
se mostró siempre reacio a incluir
definiciones ideológico-políticas
en sus filmes: él mismo no las
poseía. De hecho, si bien muchos
de sus trabajos cuestionan espe-
cialmente a las clases acomoda-
das y a la moral católica, lo hacen
de una forma apenas enunciati-
va, ambigua, con mucha suerte
entre la ingenuidad y la chacota.
«Posiblemente no haya ningún
otro director que tenga tan po-
cas cosas que decir, pero que sepa
decirlas de una manera tan sor-
prendente», anota al respecto el
crítico Allan Hunter en su libro
Los clásicos del cine.