Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 7

romántica, en busca de la sombra de los añosos castaños del parque Monceau, a refrescar su alma con- templando jugar sobre los prados verdes a esa chiquillería revoltosa y alegre de París que, con el correr de los años, se torna escéptica y som- bría, desdeñosa de la gloria, ávida del festín cotidiano y del placer saboreado con lentitud. Talvez fue- se gruñón, malhumorado y hostil, precisamente para defender la zona enternecida de su nostalgia. Por eso, hasta le dolían las amistades insignificantes y esquivas y las las- timaduras del rencor; por eso, no le bastaban a su selecta sensibilidad la perspectiva inigualada de las calles de París ni el espectáculo asombro- so de sus atardeceres, dorados por una tonalidad purificada de vino derramado en las cornisas de los edificios. Es probable, en verdad, que don Juan nunca entendiese a París. Pa- rís entra en esa categoría de seres humanos de los que decía Oscar Wilde que no están hechos para entenderlos, sino para quererlos nada más. Es decir, las mujeres. Pero don Juan, insaciable e incan- sable, pretendía comprender a Pa- rís, como si no le fuese suficiente contemplarlo a todas las luces del día, exactamente como a las muje- res queridas, anotando sus cambios, e inclusive alegrándose por la apa- rición de una arruga que, la última vez, pasó desapercibida. Como todos esos misteriosos viajeros que un día desembarcan en cualquier estación y otro día se van por donde llegaron, sin dejar huella, aparente o sensible, don Juan, que fuera un hombre triste, no haría otra cosa que recorrer la ciudad de los grises puros y de los crepúscu- los sin opulencia, teñida indeleble- mente por la melancolía. ¡Cómo reiría interiormente, don Juan, de esos alegres y calaveras paisanos de su época que creían emular en elegancia a Morny y en galantería al entonces aún joven príncipe de Gales, corriendo por las calles a la captura de la amorosa aventuri- lla que ofrece París a los metecos de todo tiempo, en los alrededores de la Place de la Madeleine, por el equivalente de «dos o tres pesos fuertes». Y qué íntegramente pleno de estoica soberbia se sentiría, reco- rriendo los viejos muelles del Sena, con sus libreros de viejo, sus grisetas sonrientes que aún y siempre serán capaces de otorgar sus sonrisas, a trueque de un menudo manojo de violetas, a esos morenos y román- ticos americanos que un día llegan a París con su bagaje de nostalgia y allí se quedan alucinados por el em- brujo de las aguas del Sena, hasta el preciso día de su muerte. Allí escribe don Juan sus páginas definitivas, tamizando sus explosi- vas pasiones, olvidando sus renco- res, eliminando mansamente de su recuerdo por inútiles los rostros de sus enemigos de antaño, ninguno de los cuales —salvo uno— mere- ciera el honor de pasar a la historia, por su pobre calidad de bribones. ¿Qué sentido tenía para un hom- bre como don Juan, enfervorizarse en la magnífica pelea panfletaria, a sabiendas de que en su lejana patria nada sería capaz de rectificar la lu- gareña noción del mundo y de que sus pícaros siniestros y arrogantes o simplemente pícaros, jamás modi- ficarían su esencia, su insignifican- cia, su mezquina conducta? También, como todos los hom- bres misteriosos que arriban cada tarde a París, don Juan dejará el fruto de un amorío, iniciado al pa- sear por las riberas del Sena, arru- llado por el rumor indescriptible de las hojas de los castaños barridas por el viento, con la solemne arqui- tectura de los palacios como telón de fondo y el alegre y encantador escenario de los solemnes parques, como alcoba nupcial. Fruto de un amorío que no hace ni tiene histo- ria y que quizás devendría panade- ro o héroe o efímero protagonista de cualquiera novela callejera sin comienzo ni epílogo. ¿Qué se ha- ría ese hijo de don Juan? En París se pierde el rastro de un hombre, cuando ese hombre sale por el por- tón de su casa, conducido sobre los hombros de los cuatro amigos cor- diales que lo empujan a ese destino oscuro que unos llaman olvido y otros posteridad. En suma, el paso de don Juan por París se caracteri- zaría por su cotidianismo borroso, igual al de todos los desconocidos por ilustres que sean, que van y vie- nen sobre los puentes del Sena. Se ha dicho que en París, para vivirlo en plenitud, hay que perma- necer un mes o ciento cincuenta años. Don Juan se queda un lapso de cerca de cincuenta años, sólo que, bajo tierra. Su destierro será, sobre todo, post mortem. Su fantasma va a asustar durante algunos lustros más a esas gentes que fueron zarandea- das con donaire, tan elegante como estéril, en sus Catilinarias. La lla- mada del suelo que acaso sintiera muchas veces pero que nunca quiso confesar su orgullosa soberbia, va a sacudir sus huesos, cincuenta años después, casi como si fuera la cam- panada o el anuncio de una segun- da muerte física: la de las cenizas que van a desmenuzarse en cenizas por definitiva vez. Entonces el gran proscrito, con su volición espectral resuelve su regreso, ansioso de re- integrarse a la tierra natal, cuando ya su gloria constituye un todo or- gánico que nada podrá deshacer. Entonces, con sus penetrantes ojos de cadáver flotante ascenderá hasta la bohardilla de la rue Cardinet a contemplar por definitiva última vez, también, el panorama cam- biante de París en donde las casas, al nacer, ya tienen la pátina indefi- nible de los años, de la melancolía, del cansancio glorioso. (Publicado en Letras del Ecuador, Nos. 70-72, año VI, pág. 32, CCE, Quito,1951). 5