Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 54

Pablo Colacrai S 52 i bien ahora Peralta acelera, esperanzado y más tranquilo, hace apenas unos minutos es- tuvo a punto de rendirse. Pensó en detenerse en la próxima estación de servicio para llamar a Laurita y de- cirle que la camioneta se había des- compuesto en el camino, que había chocado, o algo así. Prefería men- tir antes que afrontar la vergüenza de ir al cumpleaños de su hija con las manos vacías. Para eso no ha- bía perdón, ni consuelo. Además, ella no, porque era una princesa, pero Mariana se lo iba a recordar por el resto de sus días. Fue como si hubiera podido verla: parada en la puerta del edificio, bloqueándo- le el paso con el cuerpo, arrogan- te, los brazos en jarra y la mirada cargada de desprecio. No le decía nada, no le reprochaba nada, sólo se quedaba ahí, altanera, impasible. La odiaba tanto cuando adoptaba esa pose. Pero más odiaba todavía tener que darle la razón y por eso llegó a pensar en dar la vuelta y no visitar a Laurita. Aunque le doliera, era lo mejor. Entonces, casi milagrosa- mente, se dio cuenta de que podría comprar el regalo en alguno de los pueblos de la ruta. De esa manera, nadie sabría nunca de su lamenta- ble descuido. Esa idea, esa maravillosa solu- ción encontrada de casualidad, es la causa por la que ahora Peralta conduce a toda velocidad con la ventanilla baja, esperanzado y más tranquilo, sintiendo cómo el viento lo despeina. Y es la causa, también, de que Peralta mire a cada rato el reloj del tablero y piense que tiene tiempo, que todavía no son las ocho y apriete aún más el acelerador, lle- vando el motor al límite sin escu- charlo, concentrado en tratar de adivinar cuál es el mejor regalo para su hija. Ni osos de peluches, ni be- bés de juguetes, ni juegos de cocina, ni rompecabezas, piensa. Todo esos son regalos demasiado comunes, intrascendentes. Ninguno va a ser- vir porque este regalo tiene que ser especial. Algo que dure por siem- pre, que Laurita no olvide nunca en su vida. Al principio no se le ocurre nada. Pero no se impacienta, está calmado; le gusta pensar en su hija. Más que ninguna otra cosa, le gusta pensar en Laurita, en sus hoyuelos, en sus rulos, en sus piecitos. Y así, un poco después, la solución llega sola: una bicicleta. Eso es, una bi- cicleta, dice Peralta, despacio, como paladeando la idea. Una bicicleta, repite después hamacándose en el asiento casi sin poder contenerse de felicidad. Y menos ahora que de la nada, al costado de la ruta, aparece un cartel que anuncia la entrada a un pueblo y Peralta dobla sin desacele- rar, haciendo que las ruedas chillen sobre el pavimento. No tiene tiem- po de leer el nombre del pueblo. No le importa. Avanza unas cuadras, se detiene en una esquina y pregunta dónde puede comprar una bicicleta. Un muchacho le indica la dirección de un negocio que, probablemente, todavía esté abierto. —Y si está cerrado —le dice mientras él ya está poniendo el mo- tor en marcha otra vez—, toque el timbre en la puerta gris, es la casa del dueño. Peralta da las gracias, se despide y arranca. El pueblo se parece a los pue- blos que conoce. Casas viejas, bajas,