Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 41

jara tentar. Que las mujeres como Marilia terminaban por joderle a uno la vida. Pero yo no quise oír a Camilo. Qué podía saber Camilo de mujeres. Qué podía saber él, que lloró aquella noche en el trillo de las cabras, aquella noche misma en que la yegüita resbaló sobre las ser- pentinas y se partió las patas. Tuvimos que rematarla aquella noche. Camilo la acarició como a una mujer y me dio el cuchillo. Se apartó para no oírla llorar y lloró él mismo. Comemierda ese Camilo. Un muchacho. Le dije que debía- mos aprovechar la carne. Que la gente la pagaba bien. Y él dijo que sí. Le llevamos los perniles a Olive- ros. Era bien oscuro. Nosotros con el susto y el olor a sangre. Nosotros con el miedo. En estos campos hay mucha gente mala. Gente que se pasa la vida tratando de saber cosas como esa. Para decírselas a la poli- cía, o para contarlas más adelante, así como así, como si los problemas de la gente tuvieran esa importan- cia, como si fuera cosa de risa o de ir hablando por ahí, diciendo que vieron esto y aquello, o que oyeron que alguien lo dijo. Por eso íbamos con miedo por los callejones os- curos. Con el miedo de quien ha debido enfrentar algo penoso y lo lleva como una carga. Con ese tipo de susto que obliga a uno a volver la cabeza cuando el viento rompe una ramita seca. Y Oliveros no quiso comprar la carne. Dijo que no iba a meterse en ese asunto peligroso. Suerte que Marilia se asomó por la ventana y nos dijo que esperáramos. Los oí- mos discutir dentro de la casa. Des- pués Oliveros salió y dijo que esta- ba bien. Se quedó con toda la carne y dijo que sería bueno si nosotros lo ayudábamos a prepararla. Por eso nos quedamos esa noche allá. Ca- milo estaba sentado en su rincón. Me miraba destazar los perniles. Miraba la sangre que goteaba de la mesa. Triste que estaba Camilo esa noche. —Si se ha quedado sin mujer —dijo Oliveros riéndose—. Cómo quieres que esté. Pero a mí no me hizo gracia lo que dijo Oliveros. No me hizo nin- guna gracia, y así se lo di a entender al viejo. Si no se lo dije con palabras fue porque Marilia estaba entrando y ya no tuve otra cosa en qué pen- sar. Se me puso al lado y me rozó la espalda con la bata de dormir. Bata fina. Olor de cama y de hembra. Cosa del diablo, sería, y por poco me corto con el cuchillo. —Tienes buenas manos —dijo ella. Yo quería decir que tenía otras cosas buenas también. Le hubiera dicho que si quería probar solo te- nía que pedirlo. Le hubiera dicho más. Le hubiera dicho todo. Porque en eso de decirles cosas a las muje- res yo sí que no soy como Camilo. Yo las cosas las digo de una manera que las mujeres se me ríen ense- guida. Se me ríen de esa forma que uno espera. Las de por aquí se ríen siempre cuando les digo mis cosas. Y a Marilia yo tenía ganas de ha- blarle de ese modo aunque no fuera de por aquí. Aunque tuviera aquella piel y aquel aire. A una mujer debe gustarle que le digan esas cosas. A cualquier mujer debe gustarle, sea de por aquí o de cualquier otra par- te. Debe gustarle que le hablen un poco sucio. Que le digan cosas de sexo. Insinuaciones, digo yo. Así que yo podía hablarle a Marilia sin 39