Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 28

26 las colas de orientales y nórdicos es- perando una mesa. Apretó el nudo de su bufanda. Hundió las manos en el abrigo y sin fastidio se sentó en la acera. Se puso a recordar la comedia que habían filmado en el año 2001 aquí. Miró enfrente el lo- cal gigantesco de Bloomingdale’s y los espacios de las ropas y utensilios de invierno que comenzaban a re- coger para ponerlos en las secciones de saldos. Le dijo a Antonia, en un susurro sacado de la emoción, que Serendipity era una palabra que había nacido en 1754 y no enveje- cía. Cuántos años tiene preguntó la niña. Una pila, respondió él, como Drácula. Quiso jugar sin reírse: en- ve-je-ci-do. Do, do, de mi clarinete. Se quedó sin aire. Envejecido: gua- re-ci-do en los montones de años y años. Antonia se plantó delante de él, junto a sus piernas estiradas sobre la calle y le preguntó que qué era gua- gua- re- re- re- cido. Apeco buscó aire en las alturas y le contestó: guarecido es guarecerse, refugiarse, ampararse, esconderse, protegerse. Como ahora: estamos guardados por Serendipity junto a su puerta que se abrirá y nos ofrecerá una mesa. Mejor que las puertas de la ley. ¿Verdad Margarita? Ella sonrió y él se quedó mirando el suelo de la calle mientras Antonia decía: esta- mos locos. Se acercó a su oreja y protegiendo la voz del viento y el descampado de la calle con sus manitas aún formán- dose le dijo algo. Apeco, sometido por la parálisis del desánimo, no res- pondió. Con esfuerzo miró arriba. Les avisaron que podían entrar y recorrió con los ojos lentos los íconos memorables de Serendipi- ty. Quería pensar con cuidado en la relación nueva entre los enormes dinosaurios del museo de Ciencias Naturales que vistos desde fuera ya asustaban, y las latas y reproduccio- nes de Andy Warhol que adoraba este restaurante y cuyos objetos volvían distinta la comida, y el ar- tefacto entre dinosaurio y creatura de guerra de las estrellas que Anto- nia desarmaba y rearmaba sin cesar. No podía. Se le escapaban las ideas. Compartió una quiche con todos y sorbió la Coca-Cola sin prisa. No le sabía a nada. No fue la pausa que refresca. Llegaron al hotel y después de escarbar cuanta migaja de áni- mo le quedaba, mostró su ternura, la gratitud, ese amoroso rito que completaba sus deseos y ayudaba a apuntalar el territorio de vida que escogió desde la muerte de su pa- dre. Serendipity. Tuvo una noche interrumpida por las pesadillas. La brisa desatada de las dos de la tarde y él en una embarcación pe- queña de motor fuera de borda con su amigo escritor de Cartagena de Indias navegando hasta los pilotes de un puente en construcción sobre el río y los remolinos que se lleva- ban el arca y el barco de rueda de Noé León. Cuando se levantó había toma- do la decisión. Con explicaciones escasas les dijo que cambiaría el pa- saje y retornaría a Bogotá, que algo en su salud no estaba funcionando. Con abundantes amores expresó su gratitud por el inolvidable pe- regrinaje. No permitió discusiones y aceptó que lo dejaran en el aero- puerto. Ahora conocía las torturas. Un alivio de un orden desco- nocido lo poseyó cuando el avión descendía.