Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 16

Max, no sabes, después de siglos de no comer sino angustias y sobresaltos, tenía yo tanta sed, Max, después de siglos de no beber sino mis propias lágrimas, que devoré tu corazón y bebí tu sangre. Pero tu corazón y tu sangre, mi querido, mi adorado Max, estaban envenenados. 14 inventaba ciudades imaginarias y me contaba la historia de los nau- fragios célebres, entonces, cuando mi padre me había invitado ya a ce- nar por primera vez con él y me co- ronó con rosas y me llenó de rega- los, yo iba cada año a Inglaterra a vi- sitar a mi abuela María Amelia que vivía en Claremont, ¿te acuerdas de ella, Max, que nos dijo que no fué- ramos a México porque allí nos iban a asesinar?, y una de esas veces en el Castillo de Windsor conocí a mi prima Victoria y mi primo el Prín- cipe Alberto. Entonces, mi querido Max, cuando yo era la niña de los cabellos castaños y mi cama era un nido blanco alfombrado con nieve tibia donde mi madre Luisa María humedecía sus labios, mi prima Vic- toria que tanto se asombró de que yo me supiera de memoria los nombres de todos los reyes de Inglaterra des- de Haroldo hasta su tío Guillermo Cuarto, en premio a mi aplicación me regaló una casa de muñecas, y cuando la casa llegó a Bruselas mi papá Leopich, como yo le decía, me llamó, me la mostró, me volvió a sentar en sus piernas, pasó su mano por mi frente y al igual que le había dicho a su sobrina Victoria la Rei- na de Inglaterra, me dijo que cada noche de cada día mi conciencia, así como mi casa de muñecas, debía estar inmaculada. Desde entonces, Maximiliano, no hay noche en que no me dedique a ordenar mi casa y mi conciencia. Sacudo las libreas de terciopelo de mis lacayos en minia- tura y te perdono que hayas llorado, en la Isla de Madeira, la muerte de una novia a la que quisiste más que a mí. Lavo en una palangana los mil platos minúsculos de mi vajilla de Sèvres, y te perdono que en Puebla me hayas abandonado en mi cama imperial, bajo el dosel de tules y bro- cados, para irte a dormir a un catre de campaña y masturbarte pensan- do en la condesita Von Linden. Y les saco brillo a las fuentes de plata miniatura, limpio las alabardas de mis alabarderos liliputienses, lavo las pequeñísimas uvas de los pequeñísi- mos racimos de cristal y te perdono que hayas hecho el amor con la mu- jer de un jardinero a la sombra de las buganvillas de los Jardines Borda. Después barro con una escoba del tamaño de un pulgar las alfombras del castillo del tamaño de un pañue- lo, y sacudo los cuadros y vacío las escupideras de oro del tamaño de un dedal y los ceniceros minúsculos, y así como te perdono todo lo que me hiciste, perdono a todos nuestros enemigos y perdono a México. Cómo no voy a perdonar a Mé- xico, Maximiliano, si todos los días sacudo tu corona, pulo con ceniza el collar de la Orden de Guadalupe, lavo con leche las teclas de mi piano Biedermeier para tocar en él todas las tardes el himno imperial mexica- no, y desciendo las escaleras del cas- tillo y de hinojos a la orilla del foso lavo en sus aguas la bandera imperial mexicana, la enjuago y la exprimo y la cuelgo a secar en la punta de la torre más alta, y la plancho después, Maximiliano, la acaricio, la doblo, la guardo y le prometo que mañana, de nuevo, la sacaré a ondear para que la