Senil. Cuento corto
¿V endría? Revolvía el espresso de forma desganada, la elástica crema rojiza bailaba al son de mi
cuchara. El movimiento monótono y acompasado me mantendría distraído mientras esperaba. Quizás. Alcé la
taza de porcelana blanca colocada con mimo sobre una mesa de ébano elegante y discreta, sin ningún diseño
estrafalario o “moderno” como le gusta decir ahora a la gente. Dejó un círculo de agua condensada tan pronto
como la levanté. Miré por la ventana empañada y vi a un viejo de cara apesadumbrada y más arrugada que una
pasa, con un fondo tristón; nublado y lluvioso. Buscó entre los recovecos de su bolsillo veneno del malo, del que
te venden en paquetes de a veinte.
Al rato se abrió la puerta. De la noche se asomó una cabeza, unos ojos cansados por la vida se clavaron
en mí. Un pie se adelantó, le seguía el otro. Vestía... parecía que llevara puesto el invierno encima. El asiento de
cuero se quejaba mientras el humo inundaba la sala. Noté el frio del acero en mi mano y el hervir de mi sangre.
Dos vacíos negros, inexpresivos, inexplicables ¿me miran siquiera? Me sentía al borde del acantilado y el morbo
por tirarme y ser tragado por la nada se propagaba por todo mi cuerpo. Soy yo el que tiene el control. Soy yo el
que apunta. Entonces, ¿por qué duda el gatillo? ¿Por qué me mira todo el mundo? Se hundía mi corazón con
cada latido en un mar de barullo. ¡Dejad de gritar! ¡Dejad de gritar! Por favor, dejad de gritar. Ya no. Los ojos.
Habían dejado de mirarme. Esos vacíos negros, carentes de vida. Le habían levantado de su yugo martirizante,
liberado de sus cadenas. El metal le abría el camino, sus pies lo seguían. Rasgó la noche y se fundió con ella.
Envuelto en su manto, creía ya distantes sus preocupaciones. Pesadas pisadas patrocinan su llegada, rompiendo
el silencio.
Le están siguiendo. Le deben estar siguiendo. Maman de sus pensamientos profundos, los que originan
cuando está a solas, cuando no tiene quien les haga callar. Allí. Allí estaban, anclados en él. Agujeros sin fin,
incrustados en una figura encorvada. Invitándole a saltar. Parecían encontrarse dentro de una vitrina. Un rayo
alumbró el escaparate, el antes desdibujado cuerpo se le plantó nítidamente en la cara. Los ojos se llenaron de
vida. Le estaban mirando a él, curiosos. Ya no eran abismos. El destello se consumió entre las tinieblas, que
agradecieron la vuelta a la calma. El paisaje, de nuevo, a oscuras.
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