texto: ENRIQUE ZEGARRA
Del hoyo a la luz
una historia migratoria
basado en hechos reales
C
recí en un pueblo
pequeño no muy
lejos de la ciudad. El
hogar era una sencilla
obra de adobe elevada
con el apoyo de cuatro
estacas de madera. Había
agujeros en el techo,
donde esporádicamente
nos empapábamos con
el ácido de la llovizna
contaminada por la vida
urbana. Vivíamos al lado
de un río. Ahí, a diario veía
a jóvenes nadando en sus
profundidades y a madres
lavando la ropa en la orilla.
Era de un precioso verde
oscuro, y era nuestro
único recurso de agua,
pero muy contaminado
por los desechos humanos de
las ciudades más cercanas.
A diario se eternizaban
las horas que pasaba entre
ir y regresar al colegio
a dos kilómetros de mi
comunidad. Sólo había un
maestro para los seis grados
de la primaria y utilizábamos
ladrillos como asientos. Un
día unos representantes
de la UNICEF (Fondo de
las Naciones Unidas para la
Infancia) llegaron para dar una
charla en el colegio. Aprendí
que a los niños más estudiosos
los reconocían con becas para
universidades
prestigiosas.
En ese momento, supe la importancia
de obtener buenas notas, alcanzar una
buena educación y lograr mi meta de
convertirme en un Ingeniero Agrícola.
Quería ayudar a mis padres quienes
cultivaban maíz. Lo más difícil para
ellos era que cada año se endeudaban
con el Banco Agrario con la esperanza
de que pronto vendría una cosecha
mejor que les permitiría pagar sus
deudas. Sin embargo, ese año hubo
una sequía y los cultivos se murieron
y los terrenos fueron embargados por
el banco.
Cuando retornaba del colegio mi papá
me cuidaba y justo antes que durmiera
se sentaba al lado mio y rezabamos.
Mi mamá tenía sus dudas de mi padre.
Habían ocasiones cuando regresaba
por la madrugada oliendo a cerveza y
las riñas entre mis papas se escuchaban
mientras yo dormía. Sus embustes
no los creía nadie. Una tarde, salí
temprano de la escuela porque había
vomitado. Cuando entré a mi choza,
escuché los gemidos de otra mujer
resonar por las paredes de madera. Salí
corriendo sin saber adónde iba y me
eché debajo de un árbol por la orilla y
dejé las lágrimas correr por mi tez.
La delincuencia por falta de trabajo
trabajo aumentó dramáticamente en
mi vecindad. La inseguridad que nos
rodeaba, finalmente cobró la vida de mi
papá. Entré en una depresión profunda.
Hallar a mi madre arrodillada
destrozaba mi alma, con sus manos
agrietadas cubriendo su rostro para
esconder las lágrimas que vertían sin
parar. Se quedaba muda para esconder
su melancolía y desesperanza. Tras
días de desaparecido, el cuerpo de mi
padre fue encontrado mutilado en el
río que colindaba con nuestra choza.
Tenía terror de salir por las noches,
asustado de los grupos delincuenciales
que recorrían los barrios apropiándose
de linderos ajenos como suyos. Las
balaceras me despertaban por las
madrugadas y presentía que alguien
tumbaría la puerta para hacernos
dano. Después de unos días, escuché
a hurtadillas a mi madre conversando
por teléfono con mi tía Aurora, quien
vivía en Nevada, Estados Unidos.
Estaba platicando sobre la decisión
de viajar al Norte, no por anhelos de
lujos económicos sino por escapar
del hoyo en que vivíamos y encontrar
la oportunidad de un estilo de vida
“normal”.
Nos despedimos de la gente, mis
amigos y familiares para emprender
nuestro viaje hacia el Norte. Antes de
llegar a la frontera, mi madre había
coordinado con unos guías, gente sin
escrúpulos y sin piedad. Viajamos
con un grupo de veinte personas. Al
principio, habíamos tomado un bus,
luego eran largas caminatas nocturnas
en el frío del desierto. Ocasionalmente
nos escondíamos detrás de los pozos
cuando detectábamos a la migra. Me
había caído tantas veces durante las
noches que lagrimeaba por el dolor y
el miedo que algo o alguien se acercara
a mi o mi madre y nos hiciera daño. No
pasó mucho tiempo hasta que llegamos
a los Estados Unidos, pero se sintieron
las horas como décadas. Mi mamá
había pagado con los pocos ahorros que
teníamos, al llegar nos enfrentamos a lo
desconocido y con muchas ambiciones
de una vida mejor.
Después de unas semanas, me
matricularon en una escuela pública
secundaria y la vergüenza se apoderó de
mí. Deseaba desaparecer del aula ya que
se me hacía difícil interactuar y hacer
amigos. Me di cuenta que lo que había
oído de aquella tarde en mi pueblo no
era lo que yo imaginaba. Mi habilidad
y conocimientos estaban frustrados
y turbados porque no veía cómo
expresarme en el nuevo idioma y no
comprendía lo que me estaban
hablando. Sin embargo, el
profesor de inglés me apoyó
e incentivó a seguir
esforzándome
y
no pasó mucho
tiempo hasta
que
empecé
a enten-
der y a
comp-
render
mejor
al
igual que hablarlo.
Mientras tanto, mi mamá
había encontrado trabajo
en la pisca de la fruta en el
campo y trabajaba de sol a sol para
mantenernos. Habíamos cumplido el
octavo mes, y ella se veía desmejorada y
sumamente débil . Durante todos estos
meses, mi mamá vomitaba a menudo
y su vientre se agrandaba. No íbamos
al médico porque no teníamos seguro.
Temíamos lo peor y para nuestra
sorpresa ella estaba embarazada. Nació
mi hermanito Victor con cerca de ocho
meses y medio, era prematuro. Tuvo que
pasar cerca de un mes en incubadora
porque estaba demasiado desnutrido y
solamente pesaba dos kilos. La verdad
fue un milagro que sobreviviera.
Poco a poco nos fuimos estabilizando
y habíamos hecho unos ahorros para
celebrar la fiesta de Victor quien
cumpliría cuatro años. Durante todo
este tiempo, desde su nacimiento, él se
mostraba retraído y ensimismado. Su
mano temblaba con mucha frecuencia
y no sabíamos la causa. Fuimos al
pediatra y le
diagnosticaron
Parkinson
infantil.
De vez
en
cuando,
balbuceaba
las palabras
y eran muy
pocas las veces que mi hermano sonreía.
Yo solo sollozaba porque no había cura
y no podíamos hacer nada. El día de su
cumpleaños, le habíamos comprado su
pastel favorito. Cuando vi por primera
vez su alegría, me di cuenta que sí había
valido la pena llegar a este país y que
luchar por él sería la motivación de mi
vida.
Me gradué de la secundaria y me
conmovió al ver a mi hermano sentado en
su silla de ruedas el día de la graduación.
Ir a la universidad es algo que se espera
para la mayoría de los estudiantes.
Sin embargo, mis aplicaciones fueron
rechazadas en muchas universidades
hasta que finalmente fui aceptado en una
Universidad de Georgia para estudiar
enfermería. La decisión más difícil fue
tener que mudar y separarme de mi
familia. Los costos altos me obligaron
a trabajar largas horas y muchas veces
ponía en peligro mis estudios por falta de
enfoque en los mismos.
Mi alma se destrozó por
segunda vez viendo a mi
mamá esposada por
agentes de ICE. La
dep or t aron
después
que
la
hubieran
identif-
icado
en
una redada en
su trabajo. Por
DACA tengo una
Autorización de Empleo
y me estoy especializando
como médico en un hospital
de enfermedades neurológicas. Mi
hermano se mantiene estable pero sé
que ésta es una enfermedad degenerativa
que avanza lentamente. Hoy más que
nunca tengo la fortaleza y dedicación
de buscar y encontrar los mecanismos
para ofrecerle a Víctor una mejor
calidad de vida. Agradezco a mi familia
por demostrarme valorar la vida. A mi
madre un abrazo, pues me instó a buscar
oportunidades, y más que nada a luchar.
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