lo más terrible fue la destrucción del primer piso del hermoso
Hotel Marriot. Quedé sorprendida, aquel hotel lustroso que de
pequeña admiraba, destruido y cerrado por varias semanas.
En las noticias y en las redes sociales muchos demostraron lo
“indignados” que estaban ante la destrucción del gran hotel.
Pero yo no estaba indignada, yo estaba orgullosa. Por años, por
tantos años ese pueblo nacido de esclavitud ha permanecido
dormido. Por años mi gente ha sabido lo horrible que son los
líderes que se postulan, y no tienen más opción que escoger al
menos diablo. Pero esta vez no. Esta vez decidieron que no se
iban a dejar.
En esos días de caos, las escuelas y universidades se cerraron,
había toque de queda y muchos no podían trabajar. Escuché un
mundo de perspectivas, la más prominente era la indignación a
la violencia, la indignación al hotel destruido. Me reí. Cuando
descubrieron que la hermana del presidente había cambiado
medicina por pastillas de harina para quedarse con más dinero,
el pueblo no se indignó. Cuando anuncian las cifras que decían
que somos uno de los paises mas violentos del mundo, no nos
indignamos. Aparentemente es normal. Cuando escuchamos
que el 62% de nuestra población vive en pobreza, no nos
indignamos. Cuando leemos nuestros periódicos hablando de
las matanzas diarias, no nos indignamos. Pero por un hotel que
tiene todos los recursos y el dinero del mundo, ¿ahí sí?
La violencia nunca es la respuesta, pero ¿cómo más iba a
reaccionar un país que por décadas ha sido completamente
oprimido por la corrupción de un gobierno vanidoso? Indios
maleducados, decía la gente, pero ¿cómo más va a reaccionar
una población que no recibe educación de su gobierno?
¿Cómo más va a reaccionar una gente que no es proveída con
ningún tipo de recursos por su gobierno? Con violencia, con
el desahogo de minutos, semanas, meses, siglos y generaciones
de enojo suprimido. Muchos se quejan de que Honduras nunca
cambia, pero cuando el pueblo se levantó, se indignaron. Que
raro que Honduras nunca cambia, ¿no?
Durante mis últimos tres años en mi país, casi todas las tardes
me sentaba en la terraza de mi hogar en el suburbio a ver el
sol esconderse tras la cordillera de Tegucigalpa. Era en estas
tardes, viendo mis cielos saturados de amarillo, anaranjado y
rojo que me sentía orgullosa de ser hija de un país tan hermoso.
Era en esas tardes que me acordaba de mi niñez al lado de mi
mamá en las playas cristalinas rodeadas de arrecife en Utila y
Roatán, o aquel mar turquesa de La Ceiba y Choluteca. Era en
esas tardes que pensaba en el bosque tupido de la mosquitia
con sus dueños indígenas y su cultura multicolor, que me sentía
orgullosa de nuestra herencia nativa. Y en las noches, cuando
salía la luna a brillar, me quedaba hasta la medianoche viendo
como se ocultaba tras esa misma cordillera donde también se
escondía el sol. Era aquí cuando estaba orgullosa de la sangre
centroamericana corriendo por mis venas. Y es cada vez que
pienso en mi mundo a través de aquella ventanilla el 4 de
noviembre del 2015. Es ahí cuando me inspiro a ser la mejor
versión de mi misma que pueda ser, para algún día volver y
hacer el cambio que viviendo allá, nunca supe que podía hacer.
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