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SANTANDER EN EL CORAZóN
Después esperábamos pacientemente la visita de algunos habitua-
les e imprescindibles en los Jardines de Pereda. Y la visita más esperada
era la del barquillero. Había dos puestos de venta de barquillos: uno
permanecía toda la tarde fijo en el mismo sitio, y el otro tenía ratos que
se movía por todos los jardines y alrededores.
La mecánica de la venta era sencilla. La máquina de barquillos era
un tambor metálico circular con una ruleta en la parte superior (ver fo-
to). Previo pago de precio con-
venido, los niños hacíamos gi-
rar la ruleta y en función del
número sacado recibías el equi-
valente en barquillos. Cabía
también la indeseada posibili-
dad de sacar un cero. Pero, en
ese caso, el amable barquillero
siempre te obsequiaba con uno,
con lo cual nunca te ibas de va-
cío.
Y por último antes de acabar la
tarde y abandonar los Jardines
de Pereda, pasábamos por el estanque, que podíamos atravesar por en-
cima y sobre el puente que dividía el estanque en dos mitades. Desde
allí, teníamos la oportunidad de observar a unos graciosos inquilinos;
unos cuantos patos que hacían las delicias de los niños que íbamos a ver
cómo nadaban en el estanque, y de paso les tirábamos comida esperan-
do que acudieran a nuestro reclamo para verles más de cerca.
Entre barquillos, ruletas, patos y juegos infantiles, discurrían las
tardes de los sábados. Aquellas tardes infantiles y memorables entre los
Jardines de Pereda.
Pachi Diéguez
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