Los omniscientes N°11, Mayo 2015 | Page 43

La inmensa casa, que yo imaginaba como un castillo medieval se levantaba diferente, a todas. Antigua, octogonal, bordeada de muros que terminaban en rejas filosas , de esas adornadas con sus rosas rococó, de hierro forjado, que, mostraban el paso del tiempo por un color desteñido casi herrumbroso.

Y allí separada del mundo real y del reciente y descolorido modernismo de la época, se alzaba. ¡Imponente, misteriosa, diferente!. Mágica para mi mundo de princesa que empezaba a despuntar cadencias en mi espíritu inquieto, rebelde, curioso, y muchas veces solitario.

Descansaba en tres escalones de ingreso, de mármol, resguardada bajo la pérgola de jazmines, y se deslizaba lentamente con sus mil ventanas, hacia el pequeño bosque del patio, donde teníamos nuestra selva propia..

Ese lugar donde los perros se convertían en dinosaurios, y los gatos en pumas, y las ramas en nuestros caballos y de la mano de nuestra sorprendida imaginación nos llevaban de viaje a los lugares más lejanos, con la espada y el escudo, sentíamos brotar adentro nuestra Juana de Arco.

La naturaleza del lugar crecía, invadía los espacios, y la falta de riego en los tiempos de sequía, la pintaba de mil matices amarillos pardo.

Los rosales viejos recogían desteñidas flores color té que nadie ponía en jarrones. Surgían elegante y frescas para colgar días después de sus asfixiadas plantas

Las hierbas silvestres caprichosamente florecían una vez más, a pesar de la falta de agua y de amor… ¡quizá como mi propia infancia!

Las rosas blancas, me las llevaba, sin que me vean, aun no sé porque, si nadie iba a negármelas, las de color té me deprimían un poco, sin saber bien cuál era el motivo, más tarde, en mi adolescencia, leyendo “El Pájaro canta hasta morir” o “ Pájaro espino” relatada en Drogheda, una hacienda ficticia de grandes extensiones donde se crían ovejas en el estado de Nueva Gales del Sur, Australia, descubrí el porqué de esa tristeza: