Lo que no se dice no existe Volumen IV | Page 4

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Plegaria amarilla.

Estaba sentada encima de un pequeño muro, que se apoyaba sobre una colina: desde allí, podía ver la ciudad despedirse. A mi alrededor, unas parejas se abrazaban, por amor o por frío, esto jamás lo sabré. Lo único que conseguía ver, sol contra cara, era el perfil de los edificios, se parecían al rostro de una mujer dormida.

Empecé a imaginar lo que estaba soñando: la imaginé andar, pasear, con su cuerpo delgado que nunca había tenido la posibilidad de ver. La imaginé en otro tiempo, hace cien años, desplegar una hoja amarilla, envejecida hasta parecer quemada. Imaginé que la leía, una carta entre amantes, pero no, eran palabras de rezo: “No dejes que desaparezca!”, recitaba, “Por Dios, no permitas que me ahogue en el olvido!”.

Desperté, de repente. Su cuerpo, delgado, estaba a mi lado, sus ojos grandes miraban hacía la ventana. Se había despertado antes que yo, su voz parecía suavizada, empañada de sueño, todavía. Recitaba una plegaria, rezaba para que Dios satisficiese sus deseos:

“Que no me dejes olvidarle, Señor, por favor!”.

-Disfruta del amanecer, pensé decirle, pero no lo hice.