Literatura BDSM El Límite del Placer ( Eve Berlín ) | Page 212
Se sentía impotente. Indefensa. Vacía. Y, en ese momento, pensaba que
quizá jamás se recuperaría. Que jamás se sentiría mejor. Se sentía condenada a la
misma pena que había evitado toda su vida. Y sentía que ella había sido la
causante.
Alec se paseaba por su despacho, arriba y abajo, lleno de impaciencia,
furioso, como un animal enjaulado. Tenía el ordenador encendido, con el cursor
esperando sobre un documento abierto como una voz parpadeante, persistente.
Pero no podía sentarse, no podía escribir. Se sentía como si fuera a volverse loco.
No había escrito desde que Dylan le había dejado sentado en su coche
aquella noche de domingo. Ahora era jueves por la tarde, pero no había trabajado
nada, a pesar de que tenía una entrega urgente.
Había dado largos paseos con la moto, entrenando como un loco en el
gimnasio. Había conducido hasta Granite Mountain y había hecho quince
kilómetros extenuantes de senderismo, pero parecía que ni así conseguía ordenar
sus ideas. Mañana conduciría hasta Camp Muir en Mount Rainer; había oído que
eran más de quince durísimos kilómetros. Una excursión como aquella debería
dejarlo hecho polvo, agotarle. Quizás era lo que necesitaba…
Lo que necesitaba era a Dylan.
«Maldita sea.»
Se sentó en su silla, observó la pantalla, cargó su correo electrónico,
encontró su dirección. Empezó a teclear. Pero ¿qué le diría? ¿Que la echaba de
menos? Lo hacía. La echaba tanto de menos que era como una herida en el pecho
que jamás se cerraba, que jamás cesaba de doler. ¿Que quería verla? No era
probable. Ella lo había dejado muy claro. Y él no hacía nada que no se hubiera
consensuado. Si ella no le quería a su lado, él no forzaría la situación.
«Gallina.»
Suspiró y se acarició la perilla con una mano.
Era un maldito gallina. Toda esa mierda de no hacer nada no consensuado
era solo eso: una mierda. Era una enorme excusa para no pensar en ello.
Aquello también era una mierda. Lo tenía metido en la cabeza. Hasta tal
punto que esa idea le estaba ahogando.
Amaba a esa mujer.
—Ay, Dios mío.
Se puso en pie y se paseó un rato más.