Literatura BDSM El Límite del Deseo (Eve Berlín) | Page 67

Hablaba tan bajo que ella tenía que inclinarse para oírle. —Así pues, no saldremos. Solo tendremos el sexo más caliente, increíble y pervertido imaginable. En mi casa. En mi cama. En la alfombra persa de mi salita. En la encimera de la cocina. O quizás en el club, adonde me encantaría llevarte. Y, si te portas bien, preciosa, sobre el escritorio de mi despacho. —¡Dante! —Ella retiró la mano enseguida, con la piel ardiendo. No se podía mentir a sí misma diciendo que el calor no tenía nada que ver con el puro deseo. Dante sonrió, mientras subía en un gesto breve y arrogante la comisura de la boca. —Ah, veo que te gusta la idea. No te hagas la mojigata conmigo ahora, Kara. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza. —Eres incorregible. Dante amplió la sonrisa, mostrando sus hoyuelos. —Pero eso te gusta de mí. Dios, le gustaba todo de él, pero no pensaba decírselo. Ni que todo su cuerpo se le derretía después de ver esos hoyuelos y oír el tono bajo y sugerente de su voz. Y, por encima de todo, el hecho de que no aceptara un no por respuesta. Quería odiarlo por ello. Por hacerle amar su autoridad, incluso ahora. Por hacer que ella lo necesitara. Pero era imposible. Ella cogió su taza de té y tomó un sorbo en un intento de ganar tiempo para serenar el pulso desbocado. La rabia se había derretido con su cuerpo, fusionándose en un calor crudo y líquido que no podía negar y que no estaba segura de cómo manejar. Dante se inclinó y volvió a poner su mano en la muñeca de ella. A Kara, ese gesto le parecía increíblemente íntimo. Dijo tranquilamente: —Lo veo, ¿sabes? Lo puedo notar en tu pulso. Aquí mismo, bajo las puntas de mis dedos. —Le apretó suavemente la muñeca. Bajó un poco más el tono—. Estás bastante excitada, ¿verdad, Kara? Y puedes fingir que todo es rabia. Pero no son más que falsas bravatas, ¿no es así? No tienes que decirme cómo saldrá todo esto. Puede haber un cierto pique entre nosotros. O quizá no, llegados a este punto. Y entonces, lo retomaremos desde donde lo dejamos esta mañana. ¿Te puedes creer que esta misma mañana estabas desnuda en mi cama? Gritabas de placer. Gritabas mi nombre. Me suplicabas, Kara. Le brillaban los ojos mientras hablaba. Estaba tan condenadamente atractivo que apenas lo podía soportar. Y emanaba poder. Quería resistirse a él. Concentrarse en todos los motivos por los que aquello no era una buena idea. Pero no podía apartar la mirada de la suya. Era una tortura. Quererle. Sentir que no debía estar haciendo aquello… —Oh, sí —prosiguió él—. Me has pedido que te follara. Que hiciera que te corrieses. Y a ti te encanta suplicar tanto como a mí oír ese tono de rendición en tu voz. Ella retiró la muñeca.