Literatura BDSM El Límite de La Tentación ( Eve Berlin ) | Page 158
parte de la tensión que le agarrotaba los hombros, al menos. Era como si estuvieran hechos de granito
sólido, endurecidos por todos aquellos días de contener las lágrimas con un puño de acero.
Se apartó de la ventana y avanzó por el estrecho pasillo hasta su habitación. Solía ser su refugio,
con esa cama blanca metálica llena de cojines y un edredón de plumas esponjoso color lavanda y una
cómoda alta que había encontrado en una tienda de antigüedades al otro lado del Golden Gate, en
Sausalito. En las ventanas, unas cortinas blancas y negras con un estampado de flor de lis que había
creado a partir de un diseño propio. Pero ahora, lo que en el pasado había sido su habitación preferida
no parecía más que un espacio vacío. Desde que había vuelto, se había pasado todas las noches sobre
el sofá de terciopelo de la salita. Cosa que no había tenido ningún sentido. Él no había estado jamás
con ella en su cama y, aun así, no podía soportar la idea de dormir sola en ella.
Con un pequeño suspiro, se quitó las zapatillas Ugg de un puntapié, se quitó los pantalones de yoga
y la sudadera con capucha y cogió la bata rosa de satén para irse al cuarto de baño. Una vez allí, abrió
los grifos, dejó correr el agua para que se calentara, algo que tardaba una eternidad en esos edificios
tan viejos.
Vio su imagen en el espejo oval que había sobre el lavabo de pedestal. Estaba pálida. No era que no
lo estuviera siempre, pero su piel pálida tenía un tono grisáceo, incluso. Se le veían los ojos enormes.
Angustiados. Que era exactamente como se sentía, por lo que no podía sorprenderse. Pero lo estaba.
Ver tan claramente el dolor en su cara supuso una conmoción para ella. Ese era el motivo por el que se
había maquillado esos últimos días utilizando la polvera minúscula para poder ver solo un ojo cada
vez, solo los labios, solo las cejas. Por suerte, se podía peinar fácilmente y sin mirarse. Porque ver su
cara así resultaba demasiado espantoso.
Se dio la vuelta. Tendría que continuar evitando los espejos durante un tiempo. Pero lo que de
verdad le preocupaba era que pronto tendría que volver a Seattle para la boda de Dylan y Alec; solo
faltaban dos semanas. En ese momento esa idea le resultaba inconcebible. Le hacía revolver el
estómago y le desbocaba el pulso en las venas.
Estiró el brazo dentro de la vieja cabina de ducha con baldosas blancas y negras para comprobar la
temperatura del agua, la ajustó antes de entrar y se puso bajo el chorro de agua caliente.
Sí, eso era lo que necesitaba. Una ducha caliente para relajarse. Quizás unas cuantas copas de vino
después. Simplemente, tenía que relajarse. Porque no podría escaparse de Seattle. No podría escaparse
de Connor. Simplemente, tendría que encontrar una forma de hacerlo.
Mierda.
Connor salió del taxi en la dirección que Alec y Dylan le habían dado después de intimidarles un
poco, rogar un poco más y hacerles prometer que no advertirían a Mischa de su llegada para que le
dejaran resolver ese asunto con ella a solas. Ahora le parecía extraño que Mischa jamás le hubiera
dado la dirección de su casa. O quizá no. Las cosas entre ellos no habían sido así. No hablaban del
futuro más allá de lo que comerían para cenar, o de lo que harían el fin de semana siguiente. Y aún
menos de lo que harían una vez pasada la boda de Alec y Dylan.
Estaba frente a una hilera de casas victorianas, estilo Tudor, tan viejas que, seguramente, se habían
dividido en apartamentos en esa parte de la ciudad, North Beach, la vieja parte italiana de la ciudad.
Connor sabía que había un montón de buenos restaurantes en aquella zona. También había muchos
estudios de tatuaje. No le sorprendía que Mischa viviera allí.
Su dirección se correspondía con un apartamento victoriano de color rosa pálido con molduras
grises y blancas. Connor se fijó en aquel apartamento bonito, aunque el sol ya se había puesto
prácticamente. Había tres puertas gruesas de roble al final de las escaleras, con jardineras a ambos
lados del porche estrecho. Comprobó la dirección una vez más y vio que su puerta era la de la