Literatura BDSM El Límite de La Tentación ( Eve Berlin ) | Page 154

Catorce A Connor le caía el sudor por la cara mientras empujaba la haltera hacia arriba, apretando fuerte la mandíbula. Intentó una repetición más; apenas consiguió hacerla, y, con un gruñido, volvió a dejar la pesada barra. En empuje en banco, 180 kilos era el peso que solía levantar, pero se había pasado la mayor parte del tiempo en el gimnasio los últimos cuatro días, entrenándose hasta que empezaron a dolerle los músculos. Hasta que estaba tan agotado que se había marchado a casa y había caído rendido en la cama tras una breve ducha caliente. Ahora estaba exhausto, simplemente. Sabía que había exprimido demasiado su cuerpo. Se sentó, se secó la cara con una toalla, respirando rápido, con una arcada subiéndole por los intestinos. No podía soportar quedarse demasiado tiempo en la ducha para deshacerse del dolor que sentía en los músculos. Le hacía pensar demasiado en ella. Mierda, todo lo hacía. Ese era el motivo por el que prácticamente vivía en el gimnasio. Era el único sitio al que podía ir sin que algo le recordara a Mischa. Salvo que estaba allí y todavía pensaba en ella, ¿no? No podía entrenarse más esa noche. Su cuerpo había dicho basta. Tenía que volver a casa. Cogió la botella de agua y sorbió lentamente, esperando que remitieran las náuseas antes de ponerse en pie y salir del aparcamiento. Tras el calor del gimnasio, el frío de Seattle golpeó su piel empapada de sudor como una pequeña conmoción, haciéndole estremecerse. Se estaba convirtiendo en un maldito blandengue. Pero había algo más que haberse entrenado como un animal en el gimnasio. Algo más que el frío que le calaba los huesos. Jamás se había sentido tan cobarde, ni tan débil, en la vida. No desde la última vez que había empezado a aporrear la pared. Y entonces, había sido lo bastante joven para tener una especie de excusa. Entró en el Hummer y lo arrancó con la mirada fija en la pared de hormigón gris crudo que tenía delante. Pero no sirvió de nada. La veía mentalmente cada vez que entraba en el coche. El modo en que se quedaba quieta y callada en el asiento afelpado, como si el propio tamaño del vehículo la sumergiera en el subespacio. Quizá lo hacía. Había visto cómo les sucedía a otras mujeres. No quería pensar en otras mujeres. No lo había querido desde que puso los ojos en Mischa. «No pienses ni en su nombre, hostia. No lo hagas.» Su móvil vibró y Connor maldijo mientras apretaba el botón de responder, olvidando por un momento que no hablaba con nadie, que no lo había hecho desde que había salido a hurtadillas del apartamento de Dylan como un ladrón, dejando a Mischa detrás, cuatro días antes. Mierda, cuatro días y medio, si alguien contaba, cosa que, aparentemente, él hacía. —¿Quién llama? —gruñó. —Por Dios, Connor. ¿Acaso te has pillado los dedos con la puerta? —Alec. —Sí. ¿Debo siquiera preguntar cómo te va? Connor se frotó la nuca. No había tenido intención de hablar con nadie, pero tenía a Alec al teléfono y tenía que decir algo, ¿no? —No demasiado bien, si tengo que serte sincero. Algo que, últimamente, se repite demasiado. —¿Qué ocurre? Te he estado llamando desde el lunes. No quiero parecer tu madre, pero parece que estás hecho una mierda, colega.