Juan Abreu
Diosa
Ni siquiera pienso en que estoy allí desnuda, delante de un
montón de desconocidos.
¿Qué puede importar eso?
En la habitación hay alrededor de veinte personas. Asiáticos,
aunque también muchos occidentales. Si no deambularan entre ellos,
atentas a sus deseos, media docena de Sumisas vestidas
exclusivamente con largos pañuelos de seda roja anudados al cuello,
la reunión podría tomarse por una ordinaria tertulia social de
compañeros de profesión.
La atmósfera es reposada, agradable. No se respira ninguna
tensión, ni siquiera un grado especial de expectación entre los
presentes.
En el centro del salón, acomodado en una especie de silla alta
que recuerda un trono, pero que es un mueble de exótico diseño, está
Rodrigo. Los invitados se acercan a felicitarlo después de
contemplarme. Lo hacen inclinando la cabeza o estrechando su
mano.
Murmuran frases que no escucho.
Maestro Yuko saluda a los presentes con un movimiento de
cabeza y, a continuación, se apodera de mí. No hay otra manera de
describir su actitud. Ágil, apabullante al tiempo que delicado, procede
a ejecutar sobre mi cuerpo un complicadísimo amarre. Danza.
Cuerdas negras. Sus enormes manos vuelan sin apenas tocarme. Mil
insectos luminosos entran por mis poros. Marchan formando nutridos
batallones hacia mi baboso agujero. La proximidad de su cuerpo me
asfixia. Su olor desata un incendio en mis tripas. Las cuerdas están
vivas. La boca se me llena de saliva.
Jadeo.
Pronto estoy inmovilizada.
Mi cabello, recogido en lo alto de la nuca, forma un lazo que
apunta al techo. El cuello, conectado a mi tobillo izquierdo, obliga a
mi cuerpo a trazar una especie de arco. El muslo derecho se proyecta
y se funde sólidamente a mis costillas. Una tupida red envuelve mi
torso, dibujando figuras geométricas; mis pechos, cercados,
propulsados, tiemblan. Una soga cruza mi vientre y se hunde en el
sexo; forma un nudo que coincide con mi ano y trepa por la espalda
bifurcándose alrededor del cuello. De los pezones parten finos
bramantes que se anudan a mi lengua. El acto de tragar provoca un
tirón insoportable, sabroso. El menor movimiento de cabeza tensa la
soga que cruza mi vientre y hace que ésta se hunda en mi coño y que
el nudo estratégicamente situado sobre el ano se esfuerce por entrar.
Algo, pequeñas serpientes, aferran los labios de la vulva y tiran
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