Juan Abreu
Diosa
Sé que es él. Un oriental de alrededor de sesenta años,
nervudo, de rostro rugoso y manos grandes. Las piernas, cortas, le
dan un aire simiesco. Su cabeza, absolutamente rapada, no rebasa la
altura de mi hombro. La cara, surcada por profundas arrugas, parece
el producto de las habilidades de un escultor aficionado: los pómulos
demasiado salientes, la boca demasiado grande, los ojos demasiado
pequeños, la nariz demasiado aplastada. Sin embargo, el conjunto es,
de una manera extraña, hermoso.
Hermosura
refinamiento.
que
armoniza
sabiduría,
dolor,
salvajismo
y
Maestro posa sus ojos en mi rostro; son de miel negra. Lo
escruta. Es como si la zarpa de un gran depredador me recorriera por
dentro, con inexplicable ternura. Con cariño. Sus labios se separan,
sus cejas son gruesas y pobladas.
Viste un kimono, chaqueta negra, pantalones de un gris
apagado, y está descalzo. Su expresión es severa y la autoridad de su
mirada trasmite tal fuerza, tal poder, que bajo los ojos e inclino la
cabeza.
Es evidente que todos los reunidos admiten su autoridad sin
cuestionarla.
¿Qué siento?
Me siento protegida.
Amparada.
Soy su esclava, mi ausencia de responsabilidades no conoce
fronteras. Mi obediencia absoluta conlleva libertad absoluta.
Eso es lo primero que pasa por mi mente.
Con Rodrigo también me siento protegida, pero ésta es otra
clase de protección. Esta protección es una deferencia con la que me
premia un espíritu superior. Un espíritu paternal, eterno, del que
nadie está desvinculado, cuyo rigor es siempre la más pura forma de
amor.
Maestro está muy cerca; ni se me ocurre tocarlo.
Las piernas me tiemblan, pero no es de miedo. Es de pura
ansiedad. Soy un animal que anhela el contacto de su Amo. Pero no
es por castigo físico, que también, por lo que clamo; lo que necesito
desesperadamente es ser reducida, lanzada a otra dimensión.
Es decir, liberada.
Quiero desaparecer, quiero diluirme, quiero ser en el Maestro.
Lo comprendo perfectamente.
Maestro libera, Maestro desata.
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