Juan Abreu
Diosa
A través de la puerta del comedor distinguía la pecera: en ella,
las carpas refulgían como joyas. Como sobrevivientes de épocas
ceremoniales y prohibidas.
Se respiraba un aire de frontera.
Entonces, Rodrigo se incorporó en el sofá y dijo que sería
divertido poner un mensaje en Internet solicitando un Maestro que
quisiera tomarme como alumna.
Un Maestro, un Guía.
Un Entrenador.
Rodrigo sería mi Amo, es decir, mi dueño máximo. El que tiene
poder para ofrecerme o no, el que decide cuáles son los límites de mi
entrega, el que regula el acceso físico a mi persona. El que determina
lo que hago y lo que no hago, el que establece cuán largo y
accidentado será mi aprendizaje.
Y el Amo ordenaba buscar un Maestro experto que me
convirtiera en una verdadera Sumisa.
Un Amo de Amos.
Accedí.
Durante varios días trabajé en el mensaje. Pulí, luché con las
frases.
Tenía que ser un mensaje donde expusiera mis virtudes y mi
determinación. Un mensaje atrayente. Pero me paralizaba la
vergüenza.
Por fin, una noche, a medias satisfecha con el texto, lo coloqué
en una página de anuncios.
Días después, el mensaje obtuvo respuesta.
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