Literatura BDSM Diosa ( Juan Abreu ) | Page 16

Juan Abreu Diosa Una tarde, al llegar del trabajo, Rodrigo me ordenó que comprara un uniforme de chacha. Estuve varios días eludiendo la encomienda, argumentaba cansancio, demasiado trabajo, olvido; llegué a irme de tiendas concluida la jornada laboral para regresar más tarde a casa y tener una buena excusa para no acudir al establecimiento donde compro los uniformes de nuestra empleada de la casa. Tenemos una chica que viene diariamente a cocinar, limpiar y ocuparse de la ropa. Pero un buen día mis pasos se dirigieron a Confeccions Almirall. Como allí conocen a mi empleada, lo primero que quisieron saber fue si el uniforme que necesitaba era para ella. Quedé paralizada por la pregunta. Creí morir de vergüenza. Al fin, sonrojada, respondí que no. Que el uniforme era para la chica de mi hermana. ¿Qué tipo tiene? Otra pregunta paralizante. Como yo, más o menos. Respondí en un tartamudeo. Terminé comprando el atavío más caro, con cofia y delantal bordados. Y unos zapatos espantosos, blancos, de suela de goma. Rodrigo me «obligó» a vestir el uniforme y a interpretar el papel de empleada de la casa. En un remoto y secretísimo compartimento interior, me moría por hacerlo. Mi marido tiene la rara y espléndida cua lidad de saber qué deseos inconfesables oculto en lo más profundo, y de empujarme en esa dirección cariñosa pero firmemente. Cierto día, con inusual entusiasmo, descubrí en el supermercado un producto especial para limpiar el baño. Un producto que garantizaba resultados duraderos, maravillosos. En cuanto llegué a casa, me sumí en la tarea con inusitado fervor. Un fervor sexual. Cuando Rodrigo se detuvo a contemplarme agachada, restregando la porcelana del retrete, el sexo se me humedeció. Percatándose de mi excitación, mi esposo adoptó su papel dominante. Dio unos pasos, inspeccionó los espejos, buscó suciedad en las juntas de las baldosas y pasó los dedos por los toalleros; al fin dictaminó con voz severa: la bañera está mugrosa. Yo, jadeante, deseé ser montada allí mismo. A cuatro patas, limpié el suelo de nuestro piso. Sacudí el polvo acumulado en lugares insospechados. Durante una semana hice las tareas de la chacha. Rigurosamente uniformada. Calzando aquellos horrendos zapatos de enfermera. La primera vez que me lo puse, ya inmersa en el papel de Sumisa, dije que me sentaba fatal el atuendo. Recibí una bofetada por respuesta, acompañada de una contundente aclaración: Nadie ha solicitado tu opinión; cuando la necesite, te la pediré. Aprendí la lección. Jamás volví a dar opiniones ni a cuestionar una orden una vez comenzada la sesión. Página 16