Isla #1 | Page 4

sería capaz de matar la remota imagen que tengo de él en mi cabeza. No quiero que un día, por simple costumbre, yo vaya a preguntarle a mi mamá si recibió carta de mi hermano, que ahora está muerto, y la haga ponerse a llorar otra vez. Pensé en guardar un pedacito de papel en mi billetera que dijera “tu hermano está muerto” para leerlo dos por tres y acordarme. Pero a veces dejo papelitos en mis bolsillos y mi mamá revisa los bolsillos de la ropa antes de ponerla a remojar. Imagino que, si lo encontrara, sería peor el remedio que la enfermedad. “¿Vamos a hacer un velorio?”, pregunté al bajar mi taza vacía. Eso encendió un murmullo de polémica entre la familia extendida, que empezaba a merodear la casa. Mi abuelo, que supo manejar las escuetas finanzas de cinco generaciones a la vez, dictaminó que sería una locura mandar a traer el cuerpo desde tan lejos. “Los aviones siempre se retrasan, ¿no es verdad? No podemos gastar una fortuna para que llegue dentro de tres días, medio descompuesto, y terminar a cajón cerrado igual”. “¡Qué atraso!” dijo mi abuela. “Tendría que haber una manera.” Y me imaginé a mi hermano en un contenedor industrial refrigerado, rodeado de yogurcitos, y salmones, y otras carnes de animales exóticos colgadas en sus ganchos. No me cayó en gracia la idea porque sé que a mi hermano no le gustan los yogures, ni los espacios cerrados, ni la industria. “¿Por qué no pedimos que lo cremen allá, y que nos manden las cenizas en un tupper?” sugerí. De esa manera, pensé, hasta podríamos repartirlo. Pero el abuelo decía que en esos países no hay crematorios, ni embajadas, y que en todo caso no serían muy confiables. “Al no estar uno ahí para supervisar, corremos el riesgo de que nos manden cualquier cosa. No estoy yo como para andar velando nietos de otros”. 4