aula”, observó en 1883 que el negro, como elemento social, había desaparecido y quedaban solo
unos pocos individuos.
La clase gobernante argentina (como otras en la
región) fue advirtiendo, al compás de la edificación de un Estado-nación, la presencia de los
“otros”, a los cuales arrinconó y así se erigió una
construcción vertical. Aquella clase se entronizó
en desmedro del arrinconamiento de identidades
que pasaban a ser periféricas y sobreviene la creación de “alteridades históricas”, narradas y contenidas dentro de un espacio nacional. El Estado
nacional moderno es igualitario frente a una comunidad de pertenencia que delimita fronteras. El
individuo es igual ante la nacionalidad, como
planteó el filósofo francés Étienne Balibar, aunque esa máxima no se cumpliera en el caso de los
afroargentinos.
¿Cómo se dio ese resultado? En el caso de los negros, el intento por blanquear y homogeneizar la
sociedad argentina de fines de siglo XIX erradicó
todo rasgo étnico no funcional a la lectura europeizante. Y el resultado final es que Argentina se
jacta de ser una nación blanca, orgullosamente la
más blanqueada de Sudamérica. Se recurrió a
prácticas de exterminio, intimidación, ocultamiento y otras para que ninguna diferencia pudiera amenazar el colectivo argentino formado al
son del “crisol de razas”.
El negro fue borrado ideológicamente primero y
luego, de forma material, del imaginario nacional.
Incluso hoy día, los grupos de mayor apariencia
europea discriminan en Latinoamérica a los que
no lo son y distan más que otros de serlo. La identidad nacional de los Estados modernos demandó
la blanquitud de sus habitantes, tuvieran o no población no-blanca. La modernidad consideró el
color blanco como emblemático y éste devino sinónimo de modernidad. En cambio, lo no-blanco
pasó a ser considerado premoderno y primitivo.
Se puede revisar la forma en que los medios de
comunicación occidentales presentan al África
como el espacio de la barbarie habitado enteramente por poblaciones negras, aunque haya blancas.
Atento a estas variables que se dieron en toda
América Latina, es lógico concluir que la Argentina sea un país que se enorgullezca de su raíz europea y, si se supone “descendido de los barcos”,
se sostenga que provinieron del sur de Europa
desde las postrimerías del siglo XIX, pero hubo
otra clase de navío que arribó antes: uno muy diferente, con origen en diversos puertos del África.
Fueron los barcos negreros, que dejaron un importante cargamento humano no solo en la región
del Río de la Plata, sino en el interior de lo que
sería la futura Argentina.
La primera entrada formal se dio en 1588 con tres
negros esclavos en Buenos Aires. La escasez de
mano de obra en las latitudes australes fue constante y como las autoridades metropolitanas desoyeron, imperó el contrabando, en el cual
participaron muchos poderosos y el esclavo fue
uno de los productos más redituables. A comienzos del siglo XVII, el gobernador de Buenos Aires, Hernandarias de Saavedra, decretó el cese del
flujo anual de quince navíos con dos mil negros
cada uno, pero la población africana fue creciendo con la misma intensidad del tráfico.
Para 1778, el primer censo de lo que luego sería
territorio argentino, arrojó que de 200 mil censados unos 92 mil eran negros y mulatos (46%). Varias provincias tenían más de la mitad de su
población “parda y morena”. No obstante, el
censo de 1895 reveló solo 454 afroargentinos entre cuatro millones de habitantes. De ahí que comenzara a tomar fuerza el mito de la desaparición
sin que nadie cuestionara la validez de las cifras
oficiales. Tal mito defiende que el negro, por su
extinción, no pudo dejar nada tras su paso.
Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy diferente. Los negros en el país del Cono Sur fueron
desplazados por los censistas, estadistas y eruditos que forjaron el mito de la “Argentina blanca”.
También se asumió que la presencia africana implicaría desempolvar el flagelo de la esclavitud,
pero a pesar de esa táctica deliberada de “blanquear” las estadísticas —la cual debe explicitarse
y criticarse— las explicaciones que componen el
mito de desaparición se siguen repitiendo y están
muy vigentes. Se pueden agrupar en cuatro motivos: 1) la sucesión de guerras desde 1810, sobre
todo contra Paraguay; 2) la baja tasa de natalidad
y alta de mortandad en condiciones de vida desfavorables y con el recuerdo en la capital de la
epidemia de fiebre amarilla de 1871, que cobró
muchas víctimas negras; 3) la disminución del
tráfico negrero; y 4) el mestizaje.
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