Identidades Numero 4, Diciembre 2014 | Page 27

La calamidad tiene un solo culpable: el gobierno revolucionario. También tiene un origen, con acontecimientos específicos y fáciles de pormenorizar, por más que los estudiosos oficialistas de las ciencias sociales no se animen a meterle el cuerpo. Orígenes de la tragedia Desde los mismos días de su ascenso al poder, el gobierno revolucionario demostró un distintivo interés por violentar la composición socioeconómica de los habitantes de La Habana. Era lógico suponer que a los capitalinos, por vivir un tanto más cómodamente y con mayores niveles de información que el resto de los cubanos, les resultaría más difícil adaptarse a las condiciones de pobreza extrema y de sometimiento totalitarista que muy pronto, pasado el entusiasmo de los primeros momentos, nos vendría encima. Vio entonces el incipiente gobierno caer por su peso la necesidad de evitar riesgos sin duda previsibles. Esperar a que la gente de la capital emigrara espontáneamente hacia el extranjero, como al final ocurriría, era algo para lo que posiblemente no disponían de tiempo ni paciencia. Tampoco podían trasladar a los habaneros hacia el interior del país, aunque no iban a dejar de intentarlo. La solución estaba en imponerles un cambio en las condicionantes socio-económicas y, por supuesto, en la mentalidad. Y para que ello fuera factible había que alterar, en número, su composición clasista. Entonces comenzaron las oleadas desde el oriente. Primero fueron los integrantes del Ejército Rebelde. Después, cientos de miles de estudiantes, cuyo arribo a la capital resultó comprensible en principio, toda vez que en el interior apenas existían escuelas especializadas. Pero ocurrió que más tarde fueron los reclutas del servicio militar. Y detrás, decenas de contingentes de trabajadores para las más disímiles tareas, en particular obras constructivas. Y detrás, los policías y los maestros emergentes y los trabajadores sociales. En todos los casos se daba por descontado que no sólo fijarían residencia permanente en La Habana, sino que iban a traer a la familia. Y esa familia también cargaría con sus otros parientes. No es de extrañar que, por tales razones, los nuevos barrios de edificios altos, numerosos y repletos, que se construyeron en predios capitalinos durante los años 60, 70 y 80 no hayan sido suficientes para resolver y ni siquiera aliviar la drástica situación de la vivienda en la ciudad. Y eso que, ciertamente, una gran parte de los habaneros naturales viven hoy fuera de Cuba. Tan cierto como que los capitalinos de reciente hornada tienen motivos (aunque no tengan razón) para mirar con alarma la continuación del alud migratorio. Parece obvio que, ante el imperativo de descontaminar la capital de parroquianos con espíritu de clase media, al gobierno revolucionario se le alumbró el bombillo con la idea de apretujarlos entre los pobres del interior. Con esto no sólo conseguía crear un desbalance favorable en su composición social, sino que, sin invertir nada y sin el menor esfuerzo, les mejoraba la vida a nuestros paisanos del interior y aseguraba así su incondicional apoyo. Ya que se trataba de inundar la capital con habitantes de otras regiones de la Isla, ninguna tan idónea como la oriental, superpoblada y empobrecida históricamente. A los orientales, con su muy bien ganada fama de rebeldes, no sólo resultaba importante contentarlos. También era conveniente tenerlos cerca. Por lo demás, ni a los habaneros ni a los orientales ni a nadie en esta isla les estaba dado prever los planes del gobierno. Y a quien los previera, no le estaba dado impedirlos. Así las cosas, llegamos hasta el momento actual, donde aun cuando haya variado la estrategia gubernamental no han cambiado las condicionantes que esa estrategia creo para la avalancha migratoria. Todo lo contrario. Si bien hay caos en La Habana —y en grado sumo en su periferia, donde la pobreza y la violencia toca fondo en estos inicios del tercer milenio, y no por casualidad en las comunidades levantadas por los emigrantes—, la tragedia del interior se agudiza hasta alcanzar el colmo en la mezcla draconiana de miseria, falta de oportunidades y superpoblación. No es casual entonces que no cesen las ya habituales oleadas. A los orientales no debe quedarles otra alternativa que bajar al llano o perder el pellejo en el intento. El tiro por la culata 27