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Muchas realidades vividas con las
dinámicas y estructuras segregacionistas
y las maneras en que han tenido que ser
enfrentadas, no se identifican mucho
con las correlaciones interraciales en
Cuba, sobre todo por las particularidades muy exclusivas de la diversidad y
convivencia social a través de nuestra
historia. El enorme peso demográfico
de los africanos y sus descendientes
desde la época colonial, el determinante
papel jugado en todos los espacios
económicos, el protagonismo en todas
las confrontaciones de carácter político,
así como en las construcciones culturales de la nación, diferencian a Cuba de
la mayoría de los países del continente,
en los cuales, por lo general, los afrodescendientes constituyen minorías, o
segmentos poblacionales territorial,
cultural y socialmente arrinconados,
excluidos y en algunos casos invisibilizados. A pesar de eso, importantes
elementos señalados por Stuparitz
encuentran nítido y permanente reflejo
en la sociedad cubana, donde del poder
hegemónico y supremacista ha mantenido a los afrodescendientes en condición de inferioridad y siempre alejados
de los poderes, los accesos, los privilegios y los reconocimientos por encima
de épocas, coyunturas y colores políticos. La autora señala con gran tino la
notable ausencia de referencias claras
sobre las más antiguas estructuras y
prácticas racistas en los textos y programas de estudio. Vale citar un enunciado que a los cubanos nos parecerá
muy familiar: “Lo que recibí fue una
desinformación que me enseñó que de
eso no se hablaba, que de eso no se
preguntaba y que no ameritaba un tratamiento serio o más profundo. Es así
que, desde que tengo uso de razón, el
silencio blanco ha estado informando
mi deseo de des-aprender el racismo y
la supremacía blanca” Precisamente ese
ha sido uno de los lastres o carencias
que hemos padecido históricamente. A
pesar de que la Constitución y el Códi-
go Penal vigentes recogen figuras contra los delitos de apartheid y los derechos de igualdad, en Cuba no funcionan
mecanismos efectivos que prevengan y
sancionen los actos de discriminación
racial y, además, el tema está fuera de la
agenda pública, con una muy pobre
ventilación intelectual y académica, con
una muy exigua representación afrodescendiente en las imágenes simbólicas,
corporativas y comerciales. Las particularidades históricas y sociológicas de
Cuba condicionan que el racismo no se
caracterice por la permanente confrontación violenta, salvo coyunturas específicas y límites, como la ejecución del
prócer José Antonio Aponte y sus compañeros (1812), la cruenta represión por
la llamada Conspiración de La Escalera
(1844), la masacre de miembros del
Partido Independiente de Color (PIC) y
pobladores inocentes (1912) o el asesinato judicial de tres jóvenes afrodescendientes (2003) que secuestraron una
lancha de pasajeros sin consecuencias
fatales. En ellas el poder ejerce la más
cruel y descarnada violencia racista para
conjurar supuestas amenazas a la integridad de esa hegemonía supremacista y
excluyente. El racismo y la discriminación se verifican en el plano de la exclusión, el menosprecio y la desigualdad
social, siempre matizados por la negación de méritos, espacios y oportunidades a los afrodescendientes. Sin embargo, como justamente expone Stuparitz,
en el plano de las mentalidades es donde más se han afianzado esas imágenes
y referencias racistas y de donde es más
difícil removerlas. Junto a la ausencia
de debate sobre el tema y la falta de voz
cívica y pública de los afrodescendientes para defender sus intereses y valores, la normalización de esos patrones y
criterios racistas es el pri