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“Sí”. Gregorio todavía estaba guiñando los ojos. El estaba seguro que no
daría resultado. Nadie jamás lo había obligado a hacer algo que no
quería hacer, ni aun su propia mamá.
Pero Gregorio se iba a sorprender. El director del campamento llevo a
cabo sus planes y durante cinco días y medio, tuvo que dormir a su
lado, comer
a su lado, lavarse la cara a su lado, y caminar detrás de él a
dondequiera que iba.
Ya para el segundo día, las muecas y los guiños de Gregorio habían
desaparecido. Cuando llegó el último día del campamento, habían sido
reemplazadas por la expresión más triste e inconforme que te puedas
imaginar.
Los muchachos le pusieron un apodo, “el cachorrito”, y las niñas lo
llamaban “el corderito de María”.
Cuando piensas en el buen tiempo que los muchachos pasan en los
campamentos, es triste creer que Gregorio planeó divertirse de otro
modo que no fuera siendo cortés y obediente, como prometen los
Conquistadores cuando repiten la Ley y el Voto del menor.
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