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—Bien —le dije—. Creo que será mejor así. Yo voy a orar. La gracia de
Dios te ayudará. Y cuando hayas confesado a esa gente, regresa y
cuéntame lo que pase.
Nancy palideció.
—No, no, por favor, nunca más me mencione usted este asunto.
—Bien, no lo haré, pero cuando hayas hecho lo correcto, yo me voy a
dar cuenta de todos modos.
—Cómo? —preguntó ella.
—Anjá! Ese es mi secreto. Pero lo sabré. Puedes estar segura.
Después de esa conversación visité varias veces el colegio donde
estudiaba Nancy y la vi varias veces. Cada vez que me la encontraba,
ella trataba de esquivarme. Si yo iba por este lado, ella trataba de ir por
el otro, mirando los guardarropas o hacia afuera por las ventanas. Yo
me decía: “Todavía Nancy no ha ido a pedir perdón”.
Entonces, un día, cuando fui de nuevo a la escuela, me encontré a
Nancy en la mitad del pasillo. Ella me vio en seguida y vino caminando
derecho a donde yo estaba, sonriendo y mirándome a la cara.
—Ya has arreglado todo con esas personas, ¿no es cierto, Nancy? —le
pregunté.
—Sí —dijo ella—, pero, ¿cómo lo sabe usted?
¿Cómo yo lo sabía? ¿Tengo que decírtelo?
Podrá ser difícil tener una mirada franca todo el tiempo, pero, sin duda,
es la mejor manera de vivir. Y por la gracia de Dios, tú puedes tenerla
siempre.
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