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Una noche tormentosa clavé la vista indeciso en la ventana de una
cabaña rústica. Una pregunta me daba vueltas en la mente: “Habría
hecho Felipe lo que le había pedido que hiciera?”
Si lo había hecho, podría irme a dormir tranquilo. Si no lo había hecho
yo estaría en el proceso de perder miles de pesos.
Me dirigía a la puerta de salida de la cabaña y miré afuera. Estábamos
acampando sus conquistadores, dos consejeros y yo. La lluvia caía sin
descanso, provocada por un gran viento que llevaba la tormenta a
través de las ventanas abiertas y lanzaba las gotas de agua contra las
camas sin protección.
¿Debía ir dando traspiés por todo ese lodo y agua,
la una de la mañana? ¿Habría hecho Felipe lo que le había dicho? ¡Si
pudiera saberlo!
Mi mente regresó a esa tarde. Casi todos habían salido a dar una
caminata. Después había llevado de regreso al campamento a todos los
que cupieron en mi automóvil. Algunas de las muchachitas dejaron sus
suéteres en el asiento de adelante. Antes de anochecer, me los habían
pedido. Felipe estaba cerca, asi que volví a él y Le dije: “Felipe. ve a mi
carro, por favor, y coge todos los suéteres que encuentres y cierra bien
el carro”.
Felipe regresó en pocos minutos con los suéteres y yo no pensé más en
el asunto.
Más tarde, no mucho antes de la medianoche, empezó a llover. Por
supuesto, yo estaba ansioso de saber si todos los muchachos estaban
secos y acostados en sus camas.
De pronto, un pensamiento cruzó mi mente:
“Qué le pasaría a mi carro?”
La última vez que lo había visto, tenía las ventanas abiertas. Los
excursionistas las habían dejado así.
Con las ventanas abiertas, el viento habría metido adentro la lluvia. Los
asientos se mancharían. Las alfombras del piso se empaparían. Tendría
que comprar nuevos forros para los asientos y quizás también las
alfombras del piso. Eso me costaría mucho dinero.
¡Y las ventanas estarían abiertas, a menos que Felipe las hubiera
cerrado como le pedí!
¿Sería confiable Felipe?
Si lo era, podría acostarme y dormir. Si no lo era, de la manera que
soplaba la tormenta, habría más que forros y alfombras que cambiar a
la mañana siguiente.
Protestando me senté a la orilla de la cama, me enrollé los pantalones
de la piyama, me puse los zapatos, fríos, húmedos y tiesos en los pies
desnudos. Luego me paré en la puerta para mirar afuera. ¿Tendría que
salir bajo esa lluvia?
¡Mejor hacerlo de una vez!
Me tiré encima una capa y salí. El débil rayo de mi linterna reflejaba los
charcos de agua que cada vez cran más grandes. La luz me guiaba
entre los montones de lodo en el camino, bajo árboles que goteaban
agua, y sobre el resbaloso puente de madera.
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