Generando Arte La Revista - Número 1 Generando Arte. La Revista Número 1 (Febrero 2015) | Page 43

Reflexiones desde mi ventana C Una invisibilidad no merecida uanto más analizo la presencia femenina en el arte, más me sorprendo -e indigno - ante su ausencia. La preeminencia de la masculinidad sobre la feminidad ha estado presente a lo largo de la historia en todas las facetas sociales. También en el arte. Hasta bien entrado el siglo XX, e incluso ahora, las mujeres nos hemos encontrado con grandes trabas no a la hora de desarrollar nuestro arte (que también) sino, sobre todo, a la hora de transmitirlo. Muchas artistas han tenido que esconder su condición femenina. Algunas firmaban sus obras con iniciales, como Lee Krasner, de cuyo trabajo su mentor, Hans Hoffman, afirmó que “era tan bueno que nunca imaginarías que lo ha pintado una mujer.” Otras adoptaban un pseudónimo bajo el que ocultar su nombre, como Grace Hartigan, quien al principio de su carrera firmaba como George. O tenían que ingeniárselas de cualquier manera, como Marietta Robustti, hija de Tintoretto, que se disfrazaba de hombre para acudir a los grandes salones. O Rosa Bonheur, considerada hoy una de las mejores pintoras del siglo XIX, y a quien su padre, Raimundo Bonheur, obligaba a vestir con trajes masculinos para poder pintar del natural sus cuadros de animales que le dieron la fama. Y siempre tenían que contar con el apoyo y legitimación de una figura masculina. A principios del siglo XX comenzó a cambiar la concepción social de la mujer y la escena artística se hizo eco de ello. La instalación del museo Thyssen Bornemisza, titulada La mujer moderna en el París de 1900, recoge algunas obras de su colección permanente para dar testimonio de la transformación en el papel de la mujer. Los artistas parisinos de la época fueron testigos de esta transformación y narraron la génesis de la emancipación femenina. Representaron a la mujer en un territorio de esta cosmopolita ciudad que hasta hacía poco había pertenecido al hombre: las calles, los teatros, los cafés y las tiendas comenzaron a inundarse de su presencia. Émile Zola lo describió en su Paraíso de las damas. Las mujeres se introdujeron en la vida nocturna. Y pintores como Édouard Vuillard o Edgar Degas así lo retrataron, reflejando la imagen de la mujer como trabajadora, creadora y consumidora y cuestionando su papel como mero objeto decorativo. Comenzaron a adquirir derechos sociales y económicos, revelándose contra el modelo imperante de la mujer que marcaba la sociedad victoriana. Surgieron mujeres que se reconocían artistas y comenzaron a ser admiradas por su arte. Se formaron las primeras sociedades de mujeres artistas que luchaban contra la discriminación en el mundo del arte y, sobre todo, en organismos oficiales como academias y museos. El impresionismo comenzó a abrir sus puertas a las mujeres artistas. Pero ¿acaso no lo hicieron porque en realidad su trabajo era de tal calidad que no tuvieron otra opción? Berthe Morisot fue la primera pintora que se unió al impresionismo pero su espléndida obra ha sido ignorada y relegada a un segundo plano. Incluso hoy en día casi se la conoce más como cuñada de Manet. El impresionismo no fue más que el comienzo. Un punto de partida para una revolución que dura hasta hoy y que sigue necesitando de colectivos y asociaciones que luchen por la presencia de la mujer en el arte. La necesidad de cambiar el pa- norama artístico y el protagonismo indiscutible que éste otorga al hombre se hace patente incluso en pleno siglo XXI. Los informes de la Asociación de Mujeres en las Artes Visuales (MAV) arrojan datos escalofriantes. Sólo hay un 13% de autoría femenina en las colecciones de arte, en cambio un 52% tiene autor