serpenteante y carnal espalda… La mujer
trabajadora, esa febril, abusada, decadente y
hastiada mujer industrial en Honoré Daumier.
La mujer solitaria, ensimismada, extenuada
en “La lavandera”, en aquella que se sienta
en el “Vagón de tercera clase” y que aún tiene
vigor para amamantar a su retoño… Mujeres
que pasean con sus contrastadas prendas de
albayalde sobre los espumosos y azules planos
de Sorolla.
La mujer como capricho erótico, la mujer
desabrigada para el gabinete del otro. La
“Venus de Urbino”, de Tiziano; “La maja
desnuda”, de Goya… La mujer objeto, la mujer
del mito sexual, de la sociedad de masas, del
“sueño americano”, del pop. Esa mujer florero,
orientada a forzar su coquetería para servir
al desordenado individualismo varonil, esa
mujer suicidada, esa pobre Marilyn.
Julio Romero de Torres nos representa el
tópico para desbancarlo. Pacatas retrógradas,
envenenadas con la beatería, se funden con
inocentes y desnudas paganas en escenas compartidas, para poner en “tela de juicio” lo divino y lo profano. La mujer de Romero de Torres
es encastrada en el quicio como denuncia.
La Femme Fatale. La mujer que atrapa, que
desata, que arroja al abismo, que extermina
al hombre. La “Judith” de Klimt, que emerge
como una maliciosa premonición del áureo
fondo de cortina y agarra la cabeza de Holofernes como un trofeo desdeñable, insignificante.
La mujer prostituta. En la Antigua Roma la
prostitución era imprescindible para el buen
funcionamiento del Estado, por canalizar las
pulsiones sexuales masculinas, evitando las
relaciones ilícitas en las castas honorables de
las matronas. Los lupanares eran rubricados
con falos luminosos y las meretrices, esclavas
o libertas, habrían de mostrarse vilmente con
los cabellos teñidos o con pelucas amarillas y
túnicas cortas, por precarios servicios que no
alcanzaban ni un denario.
El Noli me tangere de la Vulgata, llega a
abordarse en la Historia del Arte como la
iconografía de la culpa. Así es como Jesucristo repudia a María Magdalena en la obra de
Correggio.
La mujer prostituta de desgraciado auge
en la, a menudo, misógina y concupiscente
bohemia parisina. Musas para complacer
en el taller, en el cabaret. Toulouse-Lautrec
representa en su valiente, desoladora, explícita
y escalofriante obra: “La inspección médica”
la mustia realidad de aquellas mujeres de sexo
y absenta. En “Las Señoritas de Avignon”,
ese gran cuadro precubista de desafortunada intención, Picasso y su amigo Max Jacob
fantasean con las mujeres de su entorno en un
burdel, bajo un discurso jocoso y bochornoso.
La mujer libertad, la mujer como alegoría de
la Nación, de la Patria, de la unión de clases, de
la Igualdad; la mujer como icono universal de
“Liberté, Egalité, Fraternité”… Fue la mujer la
que guió la liberación del pueblo en la “Revolución Francesa” con el gran cuadro político
de Delacroix: “La Libertad guiando al pueblo”.
La mujer Eva… Eva es el pecado original en
Durero, la pena capital, el maligno designio
de la Humanidad en Cranach, la expulsión del
paraíso, la aliada de Lucifer. Eva es la mancha
del catolicismo, sólo redimida con el máximo
sacramento: el Bautismo. En el s. XX, Eva es
secularizada. La accidental y masiva incorporación de la mujer al ámbito laboral, por las
bajas y ausencias de los hombres hacia el campo de batalla en el periodo de entreguerras, así
como el generalizado acceso a la universidad,
hace que las mujeres representen y se representen co