Revista EntreClases Febrero 2018 | Page 65

El sonido de las campanas

Mi nombre es Katherin Bullgrey, y os contaré las sensaciones tan distintas que produce un trozo de metal golpeado en lo alto de un campanario: la tristeza, es uno de los sentimientos más frecuentes, en aquellas familias que despiden al ser querido, en medio de ese sonido que parece acompañarles; el sentimiento del deber, en aquellas personas que van a la iglesia por temor a las habladurías de todo un pueblo; la alegría, en las caras de los trabajadores y en las de mis alumnos de la escuela de Glasswood al final de la jornada; pero, en mí no remueve ningún sentimiento, solo el recuerdo de una historia, la que me sucedió hace veinte años en este mismo pueblo:

Era el otoño de 1948 y volvía de hacer unos recados en el pueblo. Como siempre deshacía el camino hecho hasta mi humilde casa en lo alto de la colina. Me encantaba pasear en bici por el bosque en esta época del año. Era como recorrer la paleta de un pintor. Pero ese día algo en mí sabía, que no iba a ser un día corriente.

Faltándome dos kilómetros para llegar a casa, pasé delante de la mansión de los Weinmann. En el pueblo poco se sabía de esta rica familia, salvo que eran tres componentes, Dustin y Dana Weinmann y su hija Tamara, de seis meses de vida; que eran unos estupendos relojeros; y que procedían del este de Europa.

Cuando estaba a punto de dejar atrás la puerta de entrada, una fuerte explosión que provenía de la mansión, hizo que cayera de la bicicleta y, que me pitaran los oídos. Cuando conseguí orientarme y ponerme de pie, corrí a la verja de la entrada y la abrí. La mansión estaba en llamas y un gran agujero amenazaba con echar abajo la casa.

De pronto, el sonido repetitivo de una campana, comenzó a sonar, y el tiempo se paró. Todo paró en seco. Las llamas, el humo, los pájaros volando asustados… Todo, excepto yo y el llanto de un bebé que procedía del interior de la mansión.

Corrí, sin pensarlo dos veces, dentro de la casa y allí vi a Tamara. Envuelta en una manta al lado de la señora Weinmann. A pesar de sus heridas, todavía respiraba. Cogí al bebé y tiré del brazo de la señora Weinmann, y las saqué fuera. El tiempo volvió a correr con su curso normal.

La señora Weinmann me agarró de la mano, me entregó un papel arrugado y me dijo: “Huye de aquí, rápido”. Fue lo último que hizo. Al levantar la mirada, vi a tres hombres vestidos de negro acercándose. Cogí al bebé y corrí. Corrí todo lo que pude, en dirección al pueblo. Al llegar, me senté en un banco a descansar, y reparé en la pequeña bola de papel. La abrí y en ella ponía:

Calle Köninstor, Nº27

Kassel, Alemania